Saturday, September 10, 2011

Breves apuntes sobre la novela boliviana


Por Sebastián Antezana

Podemos imaginar la escena. En algún momento del siglo XVIII, en la Inglaterra previctoriana, se reúnen en una mesa y a la luz de las velas Henry Fielding, Daniel Defoe y Laurence Sterne. Algo pasa en la literatura inglesa. Fielding ha sacado ya a la luz la espléndida Tom Jones, una novela picaresca, escrita como denuncia de los males públicos y privados que afectaban a la Inglaterra de 1700, logrando así un fresco irónico y meticuloso que no paró hasta verse varias veces adaptado al cine, ya en el siglo XX. Defoe ha publicado también su Robinson Crusoe, novela de naufragios que marcó temáticamente buena parte de la literatura occidental hasta nuestros días, en los que Coetzee ha escrito una versión hermosa de la misma historia. Con Robinson Crusoe, además, Defoe ha conseguido un título que tal vez hubiera mirado con ternura: se le llama el padre de la novela inglesa. Sterne, finalmente, quizás el más profundamente original e innovador de los tres, ha publicado ya también los nueve volúmenes de la brillante Vida y opiniones del caballero Tristam Shandy, que le costó, como a veces pasaba, la censura de la crítica y un importante grado de condena social, por su heterodoxia, su extravagancia y su cercanía al escándalo.
En esta mesa imaginaria en la que los tres están sentados, entonces, se da mucho más que una reunión de escritores. Lo que allí ocurre es la primera verdadera revolución de la novela inglesa: su creación y su tripartición. Hasta entonces la novela como género no había conocido en lengua anglosajona un auge tan marcado. Pero no se trata sólo de eso. La novela nace en aquella mesa imaginaria también como una entidad que está dirigida a explorar caminos distintos. Henry Fielding, Daniel Defoe y Laurence Sterne marcan por lo menos tres direcciones hacia las que se dirigió la novela inglesa. El siguiente siglo se encargaría de confirmarlo. Quizás, lo que cabría resaltar es, en todos los casos, la influencia fundamental de Cervantes. No quiero proponer aquí una escala de valores y menos de estéticas, sino simplemente repetir lo obvio: la literatura no es más que un conjunto de libros que hablan de otros libros. Tuvo que existir un Don Quijote para que existieran un Robinson Crusoe y un Tristam Shandy. Tratemos, ahora, de extrapolar la figura.
La novela boliviana contemporánea vive un momento de diáspora. Si hay un gesto que define sus tendencias actuales, es el de la dispersión. No quiero volver en absoluto al trillado discurso que quiere encontrar riqueza en la diversidad, pero sí reconozco que lo que sucede estos días en el país tiene mucho más que ver con una onda expansiva que con un movimiento lineal. Tradicionalmente, se ha leído la narrativa boliviana como un movimiento progresivo: de las novelas realistas de principios y mediados de siglo, se pasa a lo que es una suerte de annus mirabilis, el periodo entre 1958 y 1959, cuando ven la luz Los deshabitados, de Marcelo Quiroga Santa Cruz, y Cerco de penumbras, de Oscar Cerruto. (Inserte figura metafórica aquí.) Entonces, salvando las grandes distancias que existen entre un momento y el otro, tanto de significación como de relevancia histórica universal, seguramente en la casa de nuestra literatura nacional se habrá nuevamente armado aquella mesa que visitamos en otro tiempo y espacio, y se habrán sentado a ella Quiroga Santa Cruz y Cerruto, porque en ese momento ocurre el milagro —o, por lo menos, la bifurcación—. Según una lectura crítica ya canónica, desde ese momento la literatura boliviana se aleja del compromiso social y el retrato realista, y entra más de lleno a la ficción, explorando por lo menos dos caminos distintos. Y entonces sucede. Quizás no estrictamente el primer momento, pero sí el primer momento consagrado: la primera diáspora verdadera. ¿Eso por qué? Porque a partir de entonces la narrativa nacional parece producir una continuada serie de pequeñas explosiones que llevaron al género novelístico a alcanzar cimas antes insospechadas, pero esto en distintas direcciones, con diversos estilos, explorando múltiples registros. Y entonces nacen la novela de guerrilla, la novela satírica, la que se empecina en cierta militancia política, el grotesco social, la metaliteratura, los sueños que nacen en el Chaco, etc.
Las cosas comienzan a moverse, las obras y los sentidos a dispersarse. Como el universo, que, luego del Big Bang, comenzó un proceso de evolución que, según afirman algunas teorías, inevitablemente finalizará para dar paso a la involución, la narrativa boliviana sigue un movimiento de expansión y contracción sistemático. Si nos mantenemos fieles a una visión historicista y dejamos pasar algunos años, llegará el momento en que esa mesa, que armamos primero en Inglaterra y después en Bolivia a finales de los años 50, se volvería a armar y seguramente estaría ocupada por tres escritores, esta vez en algún momento de la década del setenta, tres escritores que a estas alturas se han vuelto imprescindibles: Jaime Saenz, que habrá publicado ya Felipe Delgado; Julio de la Vega, que habrá soltado a Matías el apóstol suplente y estará en camino de configurar el Cantango por dentro; y Jesús Urzagasti, que habrá ya publicado Tirinea, a la que seguirán otras sendas novelas. Otra vez un momento clave. Otra vez una tripartición a la que seguirá el Big Bang.
Y la historia progresa y, como es usual, vuelve a cambiar. Después de este rodeo volvemos al momento actual. Hace un momento decíamos que la figura que mejor define el actual momento de la novela nacional es la diáspora, que el gesto que mejor lo condensa es la dispersión. Puede que pequemos de una lectura demasiado esquemática, pero si seguimos esta línea de razonamiento y continuamos con la metáfora, la mesa a la que se sienta la novela boliviana actual está absolutamente vacía.
Esto no quiere ser un juicio de valor, sino, simplemente, quiere acercarse a describir el estado de la diáspora. Históricamente, las literaturas de los países son representadas por grandes autores o grandes libros que se encargan de ocupar lugares de privilegio. Cuando Henry Fielding, Daniel Defoe y Laurence Sterne dejaron de ocupar un lugar absolutamente central —aunque esto es relativo porque los tres son clásicos, y los clásicos, por definición, no dejan nunca el imaginario de las literaturas nacionales—, pero cuando dejaron de estar presentes y ser controversiales y, por lo tanto, de ocupar la cotidianidad lectora de la Inglaterra de aquel tiempo, los sucedieron, en la era victoriana, otros grandes nombres: Charles Dickens, Emily Bronte, William Thackeray y varios más. Lo mismo sucede en las mesas de la narrativa boliviana: después del dúo Quiroga Santa Cruz y Cerruto, llegó el trío de Saenz, De la Vega y Urzagasti. Y después… la confusión.
Lo repito: no creo que la mesa a la que se sienta la novela boliviana esté ocupada actualmente. Y si lo está, los comensales son varios y variados. En las novelas contemporáneas no hay un estilo que predomine sobre los demás, no hay temáticas que se visiten de forma privilegiada ni formatos que exhiban gran superioridad frente a otros. Creo que si vamos a hablar de las tendencias actuales de nuestra novelística, tenemos que necesariamente detenernos en un fenómeno que también es visible en industrias como la editorial: la profesionalización. Esto, también, porque el público lector se ha sofisticado, lo que, evidentemente, es un signo de progreso, pero ha traído por lo menos una consecuencia inesperada aunque lógica: el nivel narrativo se ha uniformizado.
Por supuesto que existen novelistas de gran talento y que tienen una cantidad importante de lectores —ahí nombres como Adolfo Cárdenas, Edmundo Paz Soldán, Rodrigo Hasbún, Giovanna Rivero, Wilmer Urrelo, Alison Speeding, Claudio Ferrufino, Juan Pablo Piñeiro, el propio Jesús Urzagasti, Ramón Rocha Monroy y varios más—, pero creo que lo que no existe hoy es aquel escritor que cambie radicalmente la forma de percibir a la novela como género. Hay varios autores, y muy buenos, es cierto, hay novelistas que hoy escriben y que, de alguna manera, consiguen renovar formal y temáticamente al género, pero creo que este nuevo siglo no nos ha dado todavía una novela boliviana que, verdaderamente, nos ofrezca la posibilidad de pensar la realidad y la escritura de forma distinta. La novela es un género literario mayor y la actualidad nacional hasta hora no nos ha ofrecido un objeto que, sin abandonar sus características esenciales, es decir, las de ser, ante todo, un complejo aparato ficcional que nos dice algo sobre el mundo, instituya una nueva manera de decir una historia, nuestra historia, una manera en la que la memoria funcione como un dispositivo en perpetua reconstrucción, una memoria que se hace a sí misma a través de memorias ajenas, no desde la evocación racional o emotiva del pasado propio, sino desde la exploración del pasado ajeno y común.
Hay algo más. Se tiende a pensar la narrativa boliviana como una sucesión de movimientos generacionales. Desde hace unos años, la crítica ha repetido un concepto hasta volverlo un lugar común: se dice que hay una nueva generación de escritores que tienden a cerrar los ojos ante la tradición nacional y volver la mirada hacia estéticas que considera más afines. Esto puede ser cierto, hay un número de escritores relativamente jóvenes que está obteniendo la atención de lectores y la crítica periodística, pero creo también que la idea del recambio generacional es válida sólo en tanto se acepte que el recambio es un movimiento cíclico y condenado a repetirse, por lo que, en sí mismo, no tiene mayor valor estético, más allá de las obras juzgadas en su individualidad.
Como todo momento de diáspora, el que vive la novela boliviana contemporánea es un momento de definiciones. Después de la expansión llegarán seguramente algunas certezas. ¿Cuáles son los nombres que de aquí a diez, veinte años, perdurarán y serán considerados como nuevos clásicos? ¿Qué autores y obras sobrevivirán en nuestro imaginario lector como instancias de privilegio, como escrituras que vuelvan a ocupar un lugar central en la mesa que hoy está vacía? A riesgo de repetir nuevamente un adagio que seguramente nació con el cristianismo, pienso: “sólo el tiempo lo dirá”. Por lo pronto, el panorama de nuestra novela nacional se ve agitado y convulso, ocupado por libros y autores cada vez más profesionales y más entregados a explorar las posibilidades del género sin concesiones. Los caminos transcurridos hoy son muchos: las relaciones de poder en los entornos más cercanos, las batallas cotidianas de la intimidad, la vuelta a ciertos autores latinoamericanos clave, la exploración consciente de las ciudades como espacios y motores capaces de producir ficción y de poner en crisis ciertas concepciones establecidas. Hay más: la novela nacional contemporánea ha puesto también la vista en el exterior: en otros tiempos, otros lugares, se concentra también en otras problemáticas: la migración, las encrucijadas de la literatura con la historia, la problemática de los subgéneros y su inclusión en la Gran Literatura, etc. Es, en definitiva, un momento de profunda riqueza, pero es un momento que no ha consagrado ningún nombre, ningún horizonte: la mesa está, pues, servida, pero todavía no aparecen los comensales.
Imagino que en los próximos años los veremos sentarse uno a uno.
2000 este nuevo siglo no parece haber consagrado claramente todavía ninguna novelística.

Es claro que existen novelistas de gran talento, como Adolfo Cárdenas, Edmundo Paz Soldán, Rodrigo Hasbún, Giovanna Rivero, Wilmer Urrelo, Alison Speeding, Claudio Ferrufino, Juan Pablo Piñeiro, Jesús Urzagasti, Ramón Rocha Monroy y varios más, pero ninguno es un puntal definitivo.

La novela contemporánea toca temas como la migración, las encrucijadas de la literatura con la historia, la problemática de los subgéneros y su inclusión en la Gran Literatura, etc.

La novela contemporánea boliviana vive un momento de diáspora. Si hay un gesto que define sus tendencias actuales, es el de la dispersión. No quiero volver al discurso que encuentra riqueza en la diversidad, pero reconozco que lo que sucede estos días en el país tiene mucho más que ver con una onda expansiva que con un movimiento lineal.

En las novelas contemporáneas no hay un estilo que predomine sobre otros ni temáticas que se visiten de forma privilegiada. Creo que si vamos a hablar de las tendencias actuales de nuestra novelística, tenemos que necesariamente detenernos en un fenómeno que también es visible en otras industrias, como la editorial: la profesionalización.

Como el universo que comenzó un proceso de evolución que, según afirman algunas teorías, inevitablemente finalizará para dar paso a la involución, la narrativa boliviana, y sobre todo su experiencia en el género omnívoro de la novela, sigue un movimiento de expansión y contracción sistemático a lo largo de la historia.

Este es, en definitIva, un momento de profunda riqueza, pero al mismo tiempo es un momento que no ha consagrado ningún nombre, que no ha privilegiado ningún horizonte sobre otros. Así, se ve que la mesa está, pues, servida, pero todavía no aparecen los comensales. Imagino que durante los próximos años los veremos sentarse uno a uno.

Publicado en Fondo Negro (La Prensa/La Paz), 4/09/2011

Imagen: Rembrandt van Rijn/La circuncisión en el establo, 1654

No comments:

Post a Comment