Thursday, September 8, 2011

Jilaña


Mauricio Rodríguez Medrano

Escapé de casa por amor. Fue a finales del 2003, una semana después de que Alejandra viajó a organizar un mitin en la mina de Catavi. En los primeros días de lo que fue Octubre Negro. Ella estudiaba Sociología. Era socialista, a veces anarquista. A veces cristiana evangélica. En ese entonces yo tenía dieciocho años, cursaba las primeras materias de la universidad y no tenía nada de dinero. Dejé La Paz siendo ayudante de chofer en un minibús provincial. En mi segunda semana de trabajo el minibús fue alquilado para transportar a la banda Real Continental. Veinte músicos vestidos con sacos verdes, pantalones blancos. Don Emilio, mi jefe, al principio se negó. Terminó aceptando por el dinero. Veinte veces de lo que ganaba en una jornada. La carretera a Oruro está bloqueada, dijo. Iremos por el sendero del contrabando. ¿Cargo los bidones con gasolina?, pregunté. No seas pendejo. Iremos por la ruta de los contrabandistas. Encendió el motor. Luego de un rato, mirándome de reojo, dijo:
—En Taucachi llenaremos los bidones.
La segunda parada fue en Ayo Ayo. Mi padre fue compositor, me contó uno de los trompetistas. Lo besó el diablo. Lo templó como se templan los instrumentos. Mi padre se perdió cuando era niño. Fue en Huari. Lo buscaron toda la noche pero ningún paisano lo encontró. Lloró de miedo. No del miedo que todos tenemos ante la oscuridad. Lloró al descubrir el horror que te invade al darte cuenta de que estás perdido desde hace mucho tiempo. Desde que naciste. Luego está el beso del diablo. De eso jamás me quiso hablar. Cada vez que estaba borracho me contaba la misma historia. El caso es que compuso cien morenadas porque fue templado.
—También robó cincuenta composiciones a su tío —dijo el platillero riéndose por lo bajo.
En todo el camino hacia Ayamayo los músicos cantaron morenadas que trataban de la soledad. De la soledad y el amor. De la soledad y el engaño. De la soledad y el alcohol Caimán. De la soledad y una mujer perdida en el altiplano. Pensé en Alejandra con algo de desesperación. Incertidumbre. Tristeza. Sentí nauseas. Me sentí errando sin un rumbo fijo. No es por la Biblia, dijo don Emilio. No supe qué responder. ¡Carajo! ¿Ves ese pueblo? Yo era joven cuando se inundó. Recuerdo el agua como un espejo que reflejaba todo. Recuerdo los techos oxidados donde esperaba la gente. ¿Qué esperaba? ¿Ayuda? ¿Piedad? ¿Caridad? Nada de eso. Esperaba como esperaron sus abuelos en la sequía, como esperaron sus padres luego de la granizada que destrozó las cosechas. Pero llegaron unos evangelizadores en una barca. Acogieron a la gente en ella. Hablaron de ayuda, piedad, caridad. Se llevaron a los más jóvenes. ¡Fueron salvados! En agradecimiento cambiaron de nombre al pueblo por el de la barca: Belén. La inundación pasó. Los jóvenes sólo regresaron para recoger sus cosas. Se despidieron de sus abuelos, de sus padres. De su tierra. Se fueron. Yo también me fui con ellos.
—Ahora es un pueblo de viejos. Ya desaparecerá.
Sol, polvareda: Angostura. Jiska Pampa. Chata. Challavito. Chuiña. Machaca. Colliri. Tirata. Chorocasi. Catuyo. Quisipata. Estancia Rosa Pata.
Al llegar a Andamarca el radiador del minibús se averió. Mierda, se está saliendo el agua, dijo don Emilio. Hoy no llegamos a ningún otro lado. Luego empujamos el minibús hasta la plaza central que estaba rodeada de unas pocas viviendas. Cuando anocheció buscamos alojamiento por el intenso frío. Un arqueólogo español llamado Aníbal nos dejó pasar la noche en una iglesia, donde trabajaba restaurando pinturas coloniales. Con tal de que hagamos jaleo, dijo, os acepto lo que queráis.
—Este pueblo está muerto, ¡hostias!
Los músicos tocaron hasta el amanecer. Bebimos. Aníbal me contó que en la Guerra Civil su hermano escapó a una sierra. Los militares lo encontraron, lo prendieron, dijo. En La Muiña pararon y lo ataron en una argolla que se utilizaba para amarrar al ganado. Luego lo llevaron a un cerro. Caminaban alegres, haciéndose chanzas, cantando coplas como si la guerra hubiese sido parte de una obra escrita por chavales, dirigida por chavales, actuada por chavales, ¡me cago en la leche! Empujaron a mi hermano al suelo, lo desvistieron. Cantaban con una inocencia que jamás vi, que jamás volví a ver. Le quitaron los ojos, le cortaron la lengua. Siguieron cantando. Y lo remataron a palos y a tiros de escopeta.
—Fue en septiembre de 1936.
Salí tambaleándome de la iglesia antes del alba. Miré que algunos pobladores se reunían en la plaza. Oí que marcharían a La Paz. Reventaron unos petardos. Luego lloré como jamás había llorado. Decidí dejarlo todo. No volver a casa. No ir en busca de Alejandra. Y caminé sin mirar atrás, perdiéndome por algún sendero del altiplano.

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Primer Premio del Concurso de Relatos El mejor viaje de mi vida.

Imagen: Estancia Rosa Pata, Oruro/Fotografía de Marcelo Soto Durán

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