Monday, October 1, 2012

Inglaterra y la literatura de confines


Pablo Cingolani

No escribiré sobre la “pérfida isla” sino en torno al primer libro de Leopoldo Brizuela que se titula así: Inglaterra. Una fábula. Tuve la ocasión de leerlo apenas se publicó, tras haber obtenido un premio literario, el año 1999. En esa ocasión, el jurado galardonó también a otra novela de escenario isleño: Kelper, de Raúl Vieytes, la cual también pude leer, por lo cual experimenté un placer doble, ya que soy un devoto de la literatura de islas. Universos aislados son las islas y supongo que eso tiene su correspondencia natural con una buena novela que si sabe contar, si sabe evocar, si sabe transmitir, es también eso: una isla, un universo aislado, a donde refugiarse, ampararse y olvidar las maldades del mundo.

Entendida así la cosa, la novela de Brizuela es, al decir de Arguedas, una isla de humana hermosura. La obra tiene el mérito de transportarnos a un mundo maravilloso en medio de una de las geografías más espantables del orbe. Para situarnos: las islas, los canales, los hielos del extremo sur de América, la Tierra del Fuego, el fin del fin del mundo. Brizuela logra convertir esos destierros y esas hostilidades en un tremendo canto a la condición humana, un libro que halaga demasiado si se lee sólo con el corazón.

Devoto, como dije, de esta literatura de confines ya había leído, en las mismas coordenadas, dos potentísimos libros: Fuegia de Belgrano Rawson y La tierra del fuego de Sylvia Iparraguirre. Fuegia, con su hermetismo, y La tierra del fuego, con su bondad telúrica, me habían estremecido. Otras dos buenas novelas. Creía que ya no había lugar para otra novela insular argentina (los libros del chileno Sepúlveda son amables pero no califican en estos andariveles que intento bosquejar), cuando apareció Inglaterra, y ¡oh, my God!, vaya si el señor Brizuela lo había logrado. Su novela, insisto, abre su propio camino entre la telaraña de fiordos y de indios, de barcos y de fantasmas que pueblan los confines continentales que en Inglaterra son sólo el soporte de otro país, más extremo aún que esos territorios reales, un país donde las claves son la magia y la música. Un país maravilloso, al que sólo la escritura (y la música, el arte en suma) nos puede conducir.

Cada uno lee los libros como puede y entiende de ellos lo que desea o no, y enmarca lo leído en lo ya vivido, en las experiencias que lo han marcado hasta llegar a la lectura de ese libro, incluidas desde ya todas las anteriores obras que leyó. Si pienso en otro libro que me haya conmovido de igual forma, pienso entonces en Mascaró, el cazador americano de Haroldo Conti. Siento la misma tensión poética recorriendo todas las páginas del libro, siento el ímpetu del narrador de trascender el mundo tal cual es, el oscuro realismo, y proponernos la invención de otro horizonte, una playa donde descansar de lo obvio e imaginar algo mejor, más nutriente. Es en esos confines imaginados donde Inglaterra se forja y se arraiga, y es allí donde fluye y se convierte en un libro atractivo, develador y fascinante.

Escribo todo esto motivado por la noticia que acabo de leer sobre la próxima llegada de Brizuela a La Paz. Hace un siglo que leí su libro, y escribo esto de memoria, en un impulso: en el fondo no estoy escribiendo sobre el libro en sí, sino sobre la presencia del libro, sobre su peso específico en el entramado de mi vida. Eso, supongo, se debe agradecer, ya que un mundo sin libros, un mundo sin libros que te conmuevan, sería mucho más horroroso de lo que es.

No volví a leer jamás a Brizuela pero sé que se ganó otro premio, y que por eso llega a estos lares. Si leí una traducción hecha por él de una de las novelas más crudas y ácidas que he recorrido: Nueve noches del brasileño Bernardo Carvalho. Otro librazo que, como todos los anotados, merecen ser leídos y recordados.

Río Abajo, 4 de julio de 2012

Del archivo del autor.

Imagen: Portada de Inglaterra. Una fábula. Premio Clarín de Novela

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