Monday, September 2, 2013

El rincón de las almas perdidas


MIGUEL SANCHEZ-OSTIZ

Il fait beau, allons au cimètiere... es el título de un libro escrito a cuatro manos entre Emmanuel Berl y Patrick Modiano. Nada que ver con mis andanzas de esta mañana. Pero lo cierto es que hoy hacía un día radiante. Por eso y por un artículo que leí el otro día, he ido al Cementerio General de Cochabamba, en busca de «El rincón de las almas perdidas» o «de los olvidados». Lunes de ánimas y primer lunes de mes encima.
         «Alto el paso peregrino caminante/ante el mundo silencioso de la muerte/ que aquí acaba la prisión que fue la vida/ y comienza la callada  dormida/ pero eterna libertad que da/ La Muerte»... esto es lo que, negro sobre blanco, te recibe en la entrada del cementerio antes de escuchar la melopea de un grupo de reziris ciegos que, a la sombra y por encargo de los deudos de los difuntos, desgranan letanías, rosarios y salmodias varias.
         He echado a andar, pasado por la tumba del general Barrientos, ante la que se santiguaban las viejitas campesinas, no sé si por miedo o por respeto, y como veía que iba a perderme, le he preguntado a un operario que empujaba una carretilla llena de cal.
         «¿El rincón de las almas perdidas?»
         «¿El de los olvidados?», me ha replicado con un pijchu de coca en la boca.
         «Ese»
         «Allá arriba, señor»,
         He pasado por panteones de aparato y bloques de nichos como panales, hasta llegar al límite del cementerio, un terreno yermo. Allí he tropezado con la primera «tumba» de almas perdidas: una cruz de hierro desvencijada y medio derribada, cubierta de flores frescas y secas, restos de hojas de coca y de challas, muchas botellas de plástico...
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Al fondo, algo más lejos, un grupo de personas envueltas en humo y en primer termino un montón de tierra removida. Cuando me he acercado me he dado cuenta de que era la fosa común, en cuyo borde una pareja acababa de contratar a un trovador para que cantara una canción dedicada a los que están y a los que estuvieron en la fosa: flores, botellas de plástico, vidrios, maderas podridas de ataúd, restos diversos de telas, de cueros...
Un trovador que rasgueaba su guitarra y cantaba una mezcla de padrenuestro y salmodia en memoria de las víctimas «de la envidia... de la mentira... del odio... de todo lo que le hace daño... aleluya por los ahorcados, los desaparecidos, los asesinados...». La pareja joven que había encargado el canto coqueaba absorta delante de la fosa.
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Me he acercado a la gente que en torno a mesas de ofrendas que ardían con un humo espeso y frente a los muros estaba concentrada en sus plegarias y en su coca: muchas velas, cruces, flores, mucha ofrenda de coca y de paquetes enteros de cigarritos... Un tipo hurgaba en el fuego de las mesas y explicaba: «Aquí los muertos, aquí los vivos». Un bordoneo de rezos y peticiones, de mujeres y de niños rezadores, guión en mano, y hasta de una retrasada a la que mimaban... Rezos por lo muertos olvidados, los sin nombre y sin familia, los botados al fuego, los que como mucho habían dejado un par de zapatos podridos a su espalda y una camisa militar... y favores pedidos con fervor para los vivos.
«¿Por quién rezan?», le he preguntado a uno que me ha increpado por estar «filmando» y que parecía estar al mando de aquello.
«No le puedo decir, señor», me ha dicho.
No he insistido. La gente ha ido a recoger paquetes de k’oa que venden chifleras que montan guardia en el rincón, a la sombra, y los han arrojado sobre las mesas. El humo hacía llorar. Mucha gente de rodillas, manos al cielo o al muro de las almas perdidas, cómo saberlo.
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En un rincón, el que parecía el lugar de culto que más adeptos tenía. El humo acre cegaba. Tierra calcinada de mesas y de fuegos, vas pisando ceniza y vidrios rotos, de botellas y de tapas de ataúd. Muros renegridos de sebo de velas y fuegos, cruces desvencijadas cientos de nombres grabados al buen tuntún sobre el sebo y objetos de culto. Los intermediarios con el más allá, unos con nombre, otro, muchos, sin él.
«Vivimos para los muertos olvidados», me he dicho una mujer de aire feroz.
Cuando ya me iba, algo más lejos he visto una escena sobrecogedora. Un empleado descuartizaba con un cuchillo los restos de un cadáver delante de dos familiares y los iba arrojando a un recipiente metálico que tenía al lado... «Eso era el deshuesadero... hay que hacer sitio», me han dicho. Y eso me ha recordado un artículo de hace cien años que leí en el Archivo de Sucre: la costumbre de recoger los restos de los familiares y hacerlos bendecir. El ruido del cuchillo al cortar.
Hacía bueno, sí, pero he salido sobrecogido. Si a la entrada me han recibido las melopeas de los reziris, cuando he salido me han despedido los trompetas y el bombo de  una marcha fúnebre ejecutada por unos músicos que llegaban en una camioneta desvencijada. Mucho sol, tal vez demasiado. El tufo del humo de las hogueras pegado al fondo de las narices y a la camisa. Hace mucho que comenzó mi viaje de vuelta.
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De vivirdebuenagana, blog del autor. 02/09/2013

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