Tuesday, September 10, 2013

Sobre lo fantástico


Vértigos. Antología del cuento fantástico boliviano (La Paz, El Cuervo, 2013)

Guillermo Ruiz Plaza
Lean y disfruten del cosquilleo
 y el vértigo de asomarse
a los bordes del abismo.

Perturbaciones, Muñoz Rengel.


El verdadero misterio del mundo no es lo invisible, sino lo visible. Esta magnífica sentencia de Oscar Wilde señala a un tiempo el origen y el fin de la literatura fantástica. Es lo existente que suscita –o debería suscitar– extrañeza, especialmente en un país como el nuestro, donde a veces la realidad es tan asombrosa como la ficción más delirante. En el origen del mito y, luego, de la filosofía, está el asombro frente al ser. El caso es que la literatura fantástica no solo parte de ese asombro sino que desemboca en él. Lejos de constituir una forma de evasión, nos devuelve al centro mismo del misterio: el de los seres y las cosas que nos rodean y, ante todo, el nuestro.
Si bien, en lo que toca al género fantástico, existe mucha confusión entre los lectores y no pocos debates críticos, es posible trazar un bosquejo de sus motivos fundamentales y valorizar los aspectos en que confluyen teóricos y escritores. Comenzaré, pues, por esbozar una definición de lo fantástico para luego analizar sus principales motivos y estrategias.

¿Qué es lo fantástico?
Es el cuestionamiento o la transgresión de los límites impuestos por la tradición o la norma, las cuales se basan en convenciones arbitrarias. Un niño no nace hombre, aprende a serlo y para ello debe aceptar una serie de “verdades” o relatos impuestos por la sociedad, la cultura, la historia. El aprendizaje de las normas, los consensos, el mismísimo lenguaje, es una sumisión a los designios de la colectividad. Lo fantástico pone de relieve lo arbitrario de estas normas, de estos límites. Muestra así que la realidad no es lo real, sino el consenso al que han llegado los hombres sobre lo que es real (y lo que no). En otras palabras, la realidad es la percepción normalizada de lo real, su reducción, mutilación o sacrificio en el altar de la necesidad colectiva o el bien común. Resulta indispensable en la medida en que el hombre es un animal gregario (Aristóteles) y nuestra dominación del planeta se legitima menos en la ciencia cuanto en la aceptación unánime de la ciencia como modelo de verdad. No obstante, todo el edificio del saber se basa en convenciones sin fundamentos plenamente fiables. A la incertidumbre, preferimos la persuasión, el convencimiento. De allí a la certeza hay solo un paso, que se da con la tradición y la costumbre: el embrutecimiento, que, como escribe Girondo, nos teje telarañas en los ojos.
La literatura fantástica recrea, entonces, un cuadro realista –cuanto más sólido y cotidiano, más eficaz– y luego desliza o hace irrumpir un elemento perturbador –anormal, ilógico, transgresor– que lo cuestiona. Como refleja nuestra realidad cotidiana y nos reconocemos en ella, la transgresión resulta inquietante. Y no necesariamente inquietante a la manera de un cuento de terror, sino desasosegante en el plano metafísico. La angustia del narrador o el personaje y, en última instancia, la que nace en el lector conforme avanza en el relato, provienen de la amenaza de sus certidumbres. Se escenifica el mecanismo de defensa ante lo inexplicable –el recurso sistemático a una explicación racional–, que es espontáneo en nosotros, pues proviene de un instinto de conservación. Sin embargo, tal reacción es siempre insuficiente, de manera que el desasosiego y la pregunta permanecen.
Porque lo fantástico descree de los dogmas, los prejuicios, las supuestas verdades impuestas por la sociedad y, al contrario, afirma esa gran libertad que es el escepticismo. De ahí el efecto de duda que se crea en el lector entre una explicación racional o irracional del fenómeno anormal que resquebraja, sutilmente, el cuadro realista creado por la ficción. En pocas palabras, lo fantástico es un escepticismo creativo, que utiliza la imaginación como arma. Para penetrar lo real, hay que deshacerse del cascarón añejo de las representaciones colectivas. Si bien los teóricos difieren en las formas de suscitar este efecto en el lector, coinciden sin embargo en que tal es el objetivo de la literatura fantástica. También es unánime la distinción con lo maravilloso, pues este género no cuestiona nuestra representación mental de la realidad; antes bien, crea un mundo ajeno al nuestro –en general remoto–, en que los fenómenos sobrenaturales son la norma y conviven en armonía con guiños a nuestra cotidianeidad. ¿Y el realismo mágico? En apariencia recrea un cuadro realista –como la literatura fantástica–; sin embargo, pronto nos damos cuenta de que en él los elementos transgresores resultan banales, de manera que no sorprenden a ninguno de los personajes. Es decir, no entran en conflicto con nuestra visión de lo real. En ese mundo híbrido los elementos sobrenaturales cumplen una función estética, en el mejor de los casos metafórica. No se pone en crisis la realidad, se intenta traducir, con humor y desenfado, cierta realidad latinoamericana[1]. Por su parte, la ciencia ficción refrenda nuestra representación racional de las cosas: no cuestiona, sino que se basa en el potencial del paradigma científico. Lo fantástico se fundamenta en el terreno antagónico: el de la intuición, la imaginación creadora y lo sensorial, es decir, todas las facultades de conocimiento sometidas a la dictadura (falible) de la razón. Naturalmente, esto no implica ninguna jerarquía entre los tres géneros, aunque sí los distingue. 
Por lo demás, el alcance filosófico de lo fantástico intensifica el goce estético de su literatura, que pasa por el redescubrimiento de la extrañeza, pues La costumbre nos roba el verdadero rostro de las cosas (Montaigne). Quitar el velo y deslumbrarnos, esa es la función del cuento fantástico. En el plano literario, se caracteriza por crear variantes e innovar así los tópicos fantásticos, mostrando la fecundidad de sus motivos, para no caer en lo predecible y atentar, paradójicamente, contras sus propios principios.
En el origen está el misterio y, frente a él, el hombre experimentó alguna vez el asombro. Bajo capas y capas de teorías, tradiciones y autoridades epistemológicas, como las científicas, late aún el enigma. Algo difícil de aceptar en la era científica. Creemos saber porque otros nos han persuadido de ello y la tradición –autoritaria– nos conforta. ¿No es ingenua la recepción pasiva de ideas, formas preconcebidas, dogmas? Peor aún, ¿no es una ingenuidad soberbia, intransigente, como la de los Sofistas, que creían saberlo todo?
Heidegger afirma que el misterio es inherente a la esencia de la verdad; en las últimas décadas, no pocos científicos se han inclinado sobre los problemas filosóficos –cuya raíz, como se sabe, es la duda–, manifestando así un distanciamiento elocuente con respecto a la sagrada certeza que predomina en las ciencias exactas. Así, el premio Nobel de física, Ylia Prigogine, demuestra que las teorías son insuficientes frente a la complejidad del ser y que la certeza científica es solamente válida en una ínfima parte de la realidad[2]. Y luego: se ha tardado casi tres siglos en alcanzar los límites de los conceptos clásicos mediante el descubrimiento de la inestabilidad. El tiempo, el verdadero (no el homogéneo y previsible de Newton), lleva a considerar la inestabilidad presente en los fenómenos físicos, lo cual desmonta las teorías racionales, cuya petición de principio es, precisamente, la estabilidad o previsibilidad de cualquier fenómeno. No es anodino que esta concepción del tiempo corresponda con la formulada por uno de los mayores filósofos de la modernidad: Bergson. Y con Proust, desde luego, el más ilustre traductor de esta nueva concepción del tiempo en la literatura.
La toma de conciencia sobre la complejidad y el carácter imprevisible del universo y los seres que lo habitan es, según Prigogine, un primer paso hacia una nueva racionalidad. No sería esta otra máquina de certezas, sino un pensar profundamente humano. La Nueva Alianza propuesta por el físico estriba no solo en la reconciliación del hombre moderno con el misterio de la naturaleza, sino también en la asociación del saber y la incertidumbre –característica inequívoca de la filosofía–, en el proceder científico. Además, Prigogine corrobora a Bachelard cuando pone de manifiesto la arbitrariedad de las teorías establecidas por la física, debido a la falta de información sobre las condiciones iniciales, es decir, el origen de los fenómenos. He ahí a dos ilustres científicos que, en distintas épocas, se dan cuenta de los límites de la ciencia pura y, poco a poco, cambian de rumbo, privilegiando la fértil duda filosófica (Prigogine) o la fenomenología y el estudio de la poesía (Bachelard). Pero no veamos allí una renuncia, sino un gesto clarividente. La claudicación, en realidad, se traduce en la aceptación acrítica de lo que los otros nos imponen como verdades.
“Verdades” que se traducen en binomios, en límites o fronteras infranqueables, sin las cuales no existe el consenso entre los hombres, la seguridad y la certeza que alivia y consuela frente al misterio de nuestro destino mortal. Al separar vida/muerte, sueño/vigilia, locura/cordura, real/irreal, subjetivo/objetivo, realidad/ficción, racional/irracional, el hombre ha erigido espacios impermeables, asépticos, inmaculados, donde sus certezas son posibles y aceptables y tienen la apariencia de verdades (a eso aspiran). De este modo, los temas fantásticos se repiten y consolidan en virtud de su capacidad para quebrar estos binomios, cruzar estas fronteras, mostrar la permeabilidad de estos territorios, echar luces sobre sus vínculos despiadados. Así como las obras híbridas muestran las grietas en la teoría purista de los géneros, el cuento fantástico hace temblar el edificio de las certezas racionalistas y científicas, abriendo puertas y ventanas hacia el origen misterioso e irreductible del cual han surgido como supuestas verdades. Pero el aire que penetra e inquieta todo, las aguas negras que corroen los cimientos, la furia elemental del misterio, aunque despiadada, no tiende al obscurantismo; antes bien, es un llamado de la lucidez. Escribir hoy cuentos fantásticos consiste en traducir esta lucidez de forma creativa, en imágenes e historias capaces de sorprender aún al lector, renovando y jugando con la rica tradición fantástica iniciada por el alemán E.T.A. Hoffmann (1776).
Esta literatura se vierte en motivos que, dentro de su pluralidad, tienden a inquietar la supuesta unidad de la razón, a mostrar el revés de su tejido, las grietas de la construcción, las artimañas y artilugios que pretenden dotarla de solidez y universalidad. Atacar los fundamentos, las peticiones de principio, hace de lo fantástico el escepticismo creativo por excelencia, goce estético y a la vez postura filosófica. Entonces, más precisamente, ¿qué estrategias adopta lo fantástico?, ¿cuáles son sus temas preferidos?, ¿en qué ámbitos operan sus ataques?

El cuestionamiento de la identidad
En palabras de Louis Vax, el tema del doble es uno de los más inquietantes porque la unidad y la persistencia de su personalidad son, quizás, los bienes a los cuales el hombre más se aferra[3]. Y es que la unidad del yo es un postulado sin el cual todos los demás se desmoronan. Es la base de todo el edificio: la unidad del sujeto (la ecuación yo = yo) da pie a la cognoscibilidad del mundo. Y he ahí otra cosa que el niño aprende: a ser un individuo, a reconocerse a sí mismo, a no hablar de sí en tercera persona, como hacen naturalmente los críos[4]. “Simetría” (Blanca Elena Paz) se ambienta, precisamente, en la infancia de la(s) protagonista(s), y narra el fracaso de la familia, que trata de imponer una solución que no corresponde a la vivencia de Alba/Aurora. Efectivamente, la sociedad, a través de los padres, impone a los niños una identidad supuestamente inquebrantable, única y unívoca. De ahí que la perturbación de la personalidad y la existencia del doble sean temas eminentemente fantásticos y estén entre los más cultivados. Contamos con un ciclo muy eficaz sobre el cuestionamiento de la identidad, que ataca particularmente la frontera entre locura y cordura, mostrando que es más tenue y ambigua de lo que pretende la sociedad en su cómodo dictado. Desde la desazón existencial de “Nocturno nervioso” (Manuel Vargas) hasta el desdoblamiento de “Alma mala” (Adolfo Cárdenas), esta sección muestra que ni la razón ni el hombre son “uno” –como reza, irónicamente, el título del cuento de Willy Camacho–. Naturalmente, de esta derivan otras estrategias igualmente eficaces, y en primer lugar, la crítica de la percepción.

La crítica de la percepción
La definición más antigua de la verdad o de lo fiable es el producto de la unidad de percepción entre los cinco sentidos. Si vemos, oímos, palpamos, olemos y paladeamos una cosa, significa que es real. Pero ¿qué pasa cuando cierto fenómeno cuestiona uno de estos sentidos? Es el caso de los tradicionales fantasmas, que han persistido en la literatura por lo que encierran: intangibles, cuestionan no solo los límites de nuestra percepción, sino que ponen de realce las incoherencias posibles entre los cinco sentidos, el único filtro del que disponemos para conocer lo real, ya sea de forma científica o fenomenológica. El cuestionamiento de nuestros sentidos y de sus límites no es esencialmente negativo, pues permite apreciar asimismo el potencial aún no aceptado por el canon científico sobre otros tipos de percepción (y, dicho sea de paso, sobre otras capacidades o poderes humanos). Así, en el estupendo relato de Pedro Shimose, “Palabras sacan palabras”, no se sabe si Florindo es un loco –como creen los del pueblo– o un iluminado, un clarividente, capaz de prever su muerte y con la lucidez suficiente como para dictaminar que su pueblo, así como todo el país (Bolivia), en realidad no existe. Esta ironía irreverente, subversiva, potenciada por el humor, critica tanto la debilidad de la percepción como los límites del llamado “sentido común”, fruto de la dictadura de los prejuicios. Asimismo, “El dedo de las nubes” (Jaime Nisthauz), ante las visiones extraordinarias de su protagonista, deja flotar hasta el final la ambigüedad entre una explicación racional y otra sobrenatural de los fenómenos, sugiriendo que es complejo, y quizá insoluble, distinguir la locura de la genialidad, es decir, de una percepción otra, transgresora de la nuestra, normal o reglamentaria. No de otro modo desconfiamos de los médiums y los videntes, que afirman la existencia de varios planos en la realidad y de entidades o energías ocultas en los pliegues del tiempo y el espacio. Lo fantástico crea zonas de indecisión, arenas movedizas, entre los términos antagónicos. No afirma nada; solo pregunta. Y lo hace desde el interior mismo de un espacio estratégico por sus implicaciones en el plano cognoscitivo. Además, una frontera siempre implica otra; un cuestionamiento lleva sistemáticamente a otro. Efecto dominó, lo fantástico se desata en la mente del lector, abatiendo una pieza tras otra. Puede ocurrir también que dos o más motivos se combinen en el mismo relato; es otra clave de su renovación. Los espectros, precisamente, además de poner en crisis los sentidos, borran otra frontera que conforta la razón del hombre: la trazada entre la vida y la muerte.



Transgresión de las leyes físicas / Metaficción
De la crítica de la fiabilidad de la percepción y del límite vital a la de la causalidad racional hay solo un paso, que lo fantástico no teme cruzar. Es así como las coordenadas consensuales de espacio-tiempo y la linealidad e irreversibilidad del tiempo, se ven amenazadas por fuerzas no siempre identificables. Para identificarlas necesitaríamos estar dotados de sentidos más certeros. Así caemos en la cuenta de que las llamadas “leyes naturales” son en realidad atribuciones humanas a lo que nos rodea, en nuestro afán de ordenar el caos. El ataque pasa, entonces, por la irrupción de una causalidad mágica, una lógica ajena a la nuestra y a la vez implacable, que fisura el marco de lo real, como en “Los días” (Fabiola Morales). Aquí la sucesión temporal cede ante la repetición mecánica de una misma escena, cuyo desenlace atenta contra la lógica convencional. De igual manera, esta crítica opera mediante la violación de la frontera entre realidad y ficción, pues es lógico considerar que, si lo que llamamos realidad es nuestro invento, resulta arbitrario trazar límites infranqueables entre ella y otras creaciones nuestras. Así es como confluyen dos planos a priori antagónicos. Es lo que ocurre en el paradigmático y siempre deslumbrante “Continuidad de los parques” de Cortázar, en que dos planos de lo real –la ficción y la “realidad”–, se entrecruzan en el golpe de gracia final. Asimismo, la presencia de seres sobrenaturales en la cotidianeidad –como en “Los motivos de Laura”  (Dante Gorena) o en “El ojo” (Liliana Colanzi) – puede leerse como una transgresión de las leyes físicas y, a la vez, como el cruce de dos versiones sobre lo real. En esta línea, que los teóricos llaman metaficción (ficción que habla de sí misma o que habla de nuestra realidad como lo que es: un relato), “Cochabamba” (Edmundo Paz Soldán) actualiza la estrategia, desplazándola al ámbito de la telerrealidad y mostrando lo difuso de los límites entre lo real y el simulacro, y cómo ambos planos pueden cruzarse sin que nadie lo advierta. Pasamos así a otra estrategia fantástica, que no es la menor, consistente en criticar la división entre el sueño y la vigilia. Porque, ¿no es el sueño precisamente un simulacro, una eficaz puesta en escena de nuestro subconsciente? 

Sueños / Apariciones
¿Cómo confiar en nuestra percepción si vivimos muchas veces como nítidamente reales los sueños más monstruosos? Esto ha llevado a filósofos y escritores a plantearse la condición humana como el posible producto de un sueño. De hecho, nuestra condición efímera y frágil, casi evanescente, no nos diferencia mucho de las apariciones que pueblan la literatura fantástica:
La mayor parte de las frases sapienciales de tendencia escéptica que Montaigne hizo grabar en el dintel de su biblioteca insisten en la falta de criterio existente a la hora de saber si esta vida es sueño o vigilia, muerte o vida, ficción o realidad: “¿Quién sabe si en esta vida lo que llamamos muerte no es vida y lo que llamamos vida no es muerte?” (Eurípides); “Veo que en esta vida no somos nada más que fantasmas y sombras vanas” (Sófocles) (…) Lo cierto es que Borges estaba muy atento a la vieja afinidad existente entre el escepticismo sapiencial y el género fantástico. Él mismo nos recordará, en “La otra muerte”, que “ya los griegos sabían que somos las sombras de un sueño[5]”. (I, 574)
Entrelazar realidad y ficción, sueño y vigilia, equivale a cuestionar la certeza de que la vigilia no es otra forma de sueño, que la apariencia de realidad –la verosimilitud tan cara a la literatura– basta para confiar ciegamente en los sentidos, que tantas veces nos engañan, y en la razón, que otras tantas nos ha fallado. “El con caballo” (Manuel Vargas) mantiene en esta frontera la ambigüedad y la tensión: se enfrentan las percepciones de los personajes y la del protagonista, de modo que el lector no sabe –prácticamente hasta el final– si Susano Peña está o no con vida. A su vez, “El sueño” (Elías Ghosn), cuento cinematográfico, juega con el lector a la manera de Abre los ojos de Amenábar: ante la sucesión implacable de escenas más o menos verosímiles, resulta casi imposible determinar qué es onírico y qué real; uno llega incluso a preguntarse si el del título no es el mismísimo sueño eterno.
Dividido entre vida y muerte, sueño y vigilia, percepción e imaginación, subjetividad y objetividad, el hombre se ve obligado a elegir para conservar la cordura. El problema es que, en estas elecciones arbitrarias, mutila lo real, lo comprime hasta cierta comodidad enlatada y entonces, lo que es peor, cree comprenderla. ¿No es esta una forma de locura? Lo fantástico no duda en agrietar otro muro, el que se levanta, falso y arrogante, entre la razón y la demencia[6]:
Un escritor escéptico como Huarte de San Juan afirmó en su Examen de ingenios, que luego inspiraría a Cervantes en la escritura del Don Quijote, que todos estamos locos, esto es, que siempre estamos en un estado de percepción o pensamiento alterados, por la sencilla razón de que siempre estamos condicionados por la edad, por las pasiones, por nuestros estados químicos, por nuestra situación física o por nuestros intereses psicológicos[7].
La cordura es un estado precario y la locura, salvo excepción, uno reversible. En el paso de uno a otro, el hombre se transforma y, al negar la supuesta univocidad del sujeto, valoriza una de las capacidades humanas más soslayadas por la razón acomodaticia: la de cambiar de identidad, la de sufrir metamorfosis.

Metamorfosis / Bestiario / Objetos
Vivir en el tiempo implica la discontinuidad del yo, pero a veces lo olvidamos. Los cambios de piel en la literatura están ahí para recordarnos el movimiento perpetuo de todos los seres. Y también nos recuerdan, no ya lo que podemos ser, sino lo que somos desde siempre. Se desacraliza, last but not least, otra petición de principio: la que pretende separar al hombre de la bestia. Rebajar al hombre o bien celebrar al animal –como en los bestiarios medievales–, son dos facetas del mismo atentado. “Contraluna” (Giovanna Rivero) narra el progresivo y vaporoso regreso del narrador a un estado primigenio y salvaje, símbolo de la condición humana. “Inquietante espera” (Ayda Ruth Carrillo) pone en crisis la procreación –y con ella, la evolución darwiniana–. “Evolución” (Homero Carvalho) invierte la célebre metamorfosis de Gregorio Samsa, subrayando ciertos aspectos de la tragicomedia humana.
Las cosas no permanecen fuera del juego; de hecho, su incesante ebullición pone en tela de juicio la unidad de la materia, cara a la epistemología científica. La física cuántica no hizo más que refrendar, varias décadas después, la intuición de los escritores fantásticos del siglo XIX, cuyos relatos escenificaban la súbita e inexplicable animación de los objetos. Hoy ese gesto puede leerse, efectivamente, como una metáfora de la imprevisibilidad del átomo y la inestabilidad de la materia[8]. Se insertan en esta línea el microrrelato poético “Un ciclo de vida efímera” (Mariana Ruiz) y “Final de un oficio” (Alfonso Murillo), que mezcla ambos tópicos –animación de las cosas y metamorfosis–, dando una muestra cómo lo fantástico se renueva a través de la combinación de sus motivos. 

***
 Aquí termina el recorrido por los principales motivos fantásticos reunidos en el libro que el lector tiene entre las manos. No he sido exhaustivo ni con el libro ni menos con el género. Pero ¿para qué hacer el cuento más largo?
De ahora en adelante, querido lector, este libro te pertenece: de tu participación en la construcción del sentido depende, en buena medida, el alcance de cada uno de los treinta y dos cuentos que lo componen. Prepárate a entrar en una zona de turbulencias, pero no te pongas el cinturón; deja caer toda seguridad, todo asidero. El sentido común es, a partir de ahora, tu peor enemigo. Si lo que deseas es sentir el vértigo que encierra cada historia, camina hacia el borde del precipicio libre de prejuicios, libre de certidumbres gregarias, libre, en fin, de lo que no te pertenece. En una palabra: libre.





[1] Juan Jacinto Muñoz Rengel escribe al respecto: “nuestro género [el fantástico] construye un contexto real y cotidiano para señalar la excepción, mientras que el realismo mágico reproduce ese universo para luego inundarlo de anomalías. El fin último de este género de origen hispanoamericano es distinto al de lo fantástico, porque no focaliza una anomalía concreta, ni despierta un interés especial por ninguna de las perturbaciones, sino que más bien al contrario las inviste de normalidad y las naturaliza”. Prólogo de Perturbaciones. Antología del relato fantástico español actual, Madrid, Editorial Salto de página, 2009.
[2] Todas las citas de Prigogine provienen de su ensayo titulado “¿Qué es lo que no sabemos?” (1995) (traducido por Rosa María Cascón), que empieza así: “¿Qué es lo que sé? Mi respuesta a esta pregunta es clara: muy poco. No digo esto por modestia excesiva, sino por una convicción profunda”. Valga la analogía, mutatis mutandis, con la célebre sentencia de Sócrates –Todo lo que sé es que no sé nada–, ilustre perplejidad formulada frente a las sagradas certezas de los Sofistas.

[3] Louis Vax, Arte y literatura fantásticas, Madrid, Eudeba, 1965.
[4] Ese “yo” impuesto por la sociedad sirve de piedra de toque al racionalismo, a través del célebre postulado cartesiano “Pienso, luego, existo”. No es una certeza inmediata, nos dice Nietzsche, sino una creencia basada en las exigencias de la gramática. Es un acto de fe. Es caer en la trampa de las palabras, afirma el alemán, legitimar la razón y la ciencia a través de una ilusión del lenguaje. Nietzsche, “De los prejuicios de los filósofos”, en Más allá del bien y del mal (trad. A. Sánchez Pascual), Madrid, Alianza, 1972.
[5] Bernat Castany Prado, “Escepticismo y literatura fantástica en la obra de Jorge Luis Borges”, Konvergencias literatura, n°3, septiembre de 2006. 
[6] Encuentro en Camus a un fervoroso defensor de este posicionamiento cuando escribe: “La vida y el pensamiento más ejemplares de aquellos siglos [de Heráclito a Sócrates] concluyen con una orgullosa confesión de ignorancia. Al olvidar este hecho, [los modernos] olvidamos nuestra virilidad. Preferimos la potencia que remeda la grandeza…”. Albert Camus, “El exilio de Helena”, 1948, El verano. Es curioso hallar, en este contexto, la palabra virilidad. ¿Sugiere acaso que la conciencia de no saber lo que se ignora –lúcida modestia– resulta necesaria, incluso indispensable, para penetrar lo real? De igual manera, en este magnífico ensayo, Camus asocia la razón moderna a la locura: “Nuestra Europa, lanzada a la conquista de la totalidad, es hija de la desmesura […] Y, aunque de forma diversa, no exalta sino una sola cosa: el imperio futuro de la razón. Hace retroceder en su locura los límites eternos y, de inmediato, oscuras Furias se abaten sobre ella y la desgarran […] Mientras que los griegos ponían a la voluntad los límites de la razón, nosotros pusimos el impulso de la voluntad en el seno de la razón, que de esta forma se hizo asesina”.
[7] Bernat Castany Prado, Ibid.
[8] Baste mencionar aquí dos cuentos canónicos de lo fantástico moderno: “La cafetera” (1831) de Théophile Gautier y “¿Quién sabe?” (1890) de Guy de Maupassant.  Hoy en día, José María Merino (español) ha hecho de este uno de los motivos más intensos de su obra. Como muestra, el lector curioso puede buscar en Internet el estupendo microrrelato “Acechos cercanos”, perteneciente al libro Días imaginarios (2002). 

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Prólogo del libro, La Paz, 2013

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