Thursday, March 20, 2014

Desde la barrera...


Sr. Trazeiras de Gaia

Las heditoriales hespañolas se han metido en un callejón sin salida. Al crear un falso oasis cultural español, un presunto edén de la novela occidental, a base de escritores-ganga y de viejas novedades, no sólo han confundido a los lectores de buena voluntad; también han apurado tanto en las curvas peligrosas de nuestra incultura que ahora tendrán que sacudir un frenazo de antología: ya no hay novelas y pronto se descubrirá que sus jockeys, Juan Cruz entre ellos, corren sobre caballos con azogue en las orejas: el malicioso muleto mariasno, el burrillo jaenero Muñocillo el de Úbeda, el nuevo Rocinante Revertillo de la Mancha, la jaca galiciana Espidita González y las yeguas cojas Montero, Regás, Grandes, Etxevarría, Posadas, Rigalt, etc. El respetable acabará por darse cuenta de que toda la faena es más falsa que un duro hallado entre las tablas de la Maestranza de Sevilla y de que las novelas que nos han hecho comprar durante veinte o treinta años no son más que cohetes de verbena y malos capotazos de una charlotada de pueblo.

Digamos que lo que pasa por literatura no llega ni a ser escritura mediana de aficionados: recuerde el lector las faltas de sentido, de concordancia, de elegancia, de cultura o de lecturas de muchos de los citados y de otros más de cuyos nombres no queremos acordarnos ni maldita la falta que hace. Los maletillas de la novela pueden haber recibido la alternativa, pero quienes se la han dado –el siniestro Cela, el señorito Benet, el picador gordo Marsé, alias el Pijoaparte del Guinardó, los apoderados Polanco el Polaco y José Manuel Lara el Tempranillo, apodado El Falangista en familia...– no tenían cintura para ello, por muchas sortijas y esclavas de oro que se colgaran, por muchos sillones académicos que se mercaran en la almoneda cultural y cutrural.

Y ahora el embolado es fenomenal. En las redacciones de los folletos Bobelia, Tontelia, Tontaciones, Mariaciones, Revertismos, Galiaciones, Cierviaciones...; en los másteres de Espidismo, en los blogs de los morlacos correspondientes, en las premiaciones, en las ferias sin libros de los de verdad, en las antologías de ignorancias completas, en el Cutreinglés, en las enormes superficies urbi et orbi, nadie puede ni sabe responder a la gran pregunta: ¿dónde está la novela? ¿Dónde va la novela española de moda? ¿Dónde está nuestra novela verdadera? ¿Qué son una planetovela o una alfaguaranovela sino dos especies de mierda encuadernada? ¿Son recetas de El Bullí para rabo de toro y criadillas de ídem? ¿Tripas para chorizos y embutidos? Y el público se interroga: ¿Quousque tandem Laralina y Polanquina abuterent patientia cosaque nostra? Ni el latín más lararrónico puede expresar esta monstruosidad en toda su formidable grandeza...

Es entonces cuando los editores, como toros engarrochados, como morlacos sanfermineros de casta de Torote escapados del cajón, se reúnen en su timba para echar espumarajos por la boca y decidir el futuro del "arte". Entre juros y reniegos, Laranco el de Jevilla, con las manos por dentro de la cinturilla del pantalón de corto, Manu el de Barna soplándose la caspa de los hombros y Juanito Cruz, de los Santacruces de Tenerife, encendiéndoles los vegueros a todos, deciden coger el toro novelero por los cuernos, convocar a todos los banderilleros mancos, tuertos y cojos a la plaza de la novela española para una faena de aliño que ellos van a vestir de Gala, con sus Majetades los Bobones de las Españas en la tribuna, con el Nuncio en la barrera, con De Guindos de recortador en la reserva y con Rajoy retrepado en su tribuna. El cartel abruma con solo leerlo: la Acagademia de la Lingua Franca Española presenta una corrida de maleficencia; los diestros serán los ya conocidos y multipremiados Revertazo el de Cartagena, Bajonazo el de Úbeda, La Lindona de los Madriles, Almudenorra la Roteña, Echevarría la del Avapiés, Mariasco el Peñazo, Rosita la Pedorra, Regasita de Gràcia, Gala el de Brazatortas, Pradita, Mendocilla el Graciosillo, Mañas el Mañoso y los demás.

Cuando llega el gran día, la faena es pobre de solemnidad: los toros, cojos, atraidorados y faltos de casta; el lectorado, rancio y cobarde; la polanquería se agolpa en los tendidos; Juan Cruz hace el salto de la rana vestido del Bombero Torero, mientras Gala huye por la enfermería; las llamadas damas de la novela de moda no pasan de ser unas pelanduscas que chillan y se arañan en los tendidos; Pradita resulta un picador más ancho que el cuadril de su penco y se menea poco, pegado a la madera; Mariasco, esgrimiendo una espada medieval, ni siquiera ve al mal toro con sus ojos mongoles, abiertos a punzón; la Etxe, la preferida del matonismo de barrio, se desnuda en pleno coso y cimbrea por el albero sus carnes blancas y fofas a la putanesca, pensando ya en academizarse a base de meneos; Revertazo, antiguo requeté, torea sin camisa y con aspavientos, pero más bien espanta al morlaco con vaharadas de Anís del Mono; Bajonazo salta del tendido en guisa de espontáneo, amaga unas fintas y termina corneado en una nalga; Mendocilla alegra a los tendidos con sus gracias frías; y la mejor de la tarde, Almudenorra, pechugona y buchona, se menea con gracia gitana, pero recibe una lluvia de cojines –que son ladrillazos mariascos y grandascos– porque ha confundido el arte de Cúchares con una bulería obscena de barriada de Jerez de la Frontera y agita el culiseo con ademanes brutales y frutales. ¿Para qué seguir? Una tropa de toreros lentos, miopes, incapaces de hilar una frase, de mover la pluma con gracia, de dar un buen capotazo o una parrafada ágil, aburre incluso al peor público de la peor plaza novelística del mundo. Y unos lectores famosos por tragarse sin toser cuatro tetralogías de Galimarías o de Grandesilla se muestran abúlicos ante esos dioses menores de la meganovela superferolítica. La tarde de toros se ha convertido en una tarde de perros...

Al día siguiente los cronistas se preguntan en los papeles y los blogues qué nos ha pasado, dónde ha ido el noveleo de antaño, el de diestros como el los vitorinos Martín Santos y Aldecoa, Juan Goytisolo el Sin Tierra, Ferlosio el de los Zapatos Blancos, el torrencial Torrente y los demás. Los mamporreros Juancruz, Belmonte, Ródenas y Pacorrico salen en defensa de los "jóvenes" valores y del "nuevo" arte, llamando cervanteses y galdoses a sus protegidos, pero es en vano: el público no se traga ya ni lo uno ni lo otro. ¿Será porque han leído a traición a Mailer y a Wolfe, a Franzen y a Bellow? ¿Se habrán contaminado de verdadera novela y literatura auténtica? ¿Habrán vuelto a leer folletines de verdad en vez de los malos calcos de Reverte, Regás, Galas, etc.? –se preguntan los editores de campanillas. Marsé sufre un ataque de justicia poética o de injusta indignación, según se mire. Bullen los comentarios en las redacciones de los semanarios de pseudocrítica literaria.

A partir de ese momento, los acontecimientos se precipitan: José Manuel Laracroft, alias Moriarty, y el topo Polankoff, supermalos de la mala novela, descubren el complot de los buenos lectores y ordenan retirar de los quioscos las peligrosísimas entregas de Jazmín, Corín, Estefanía y Harlequín porque entienden, con razón, que los lectores pueden llegar a atisbar una suerte de narrativa legítima a través de esas infranovelas, que son repeticiones mecánicas de una fórmula viejísima, pero más eficaz que ningún revertazo, muñonazo o almudenazo. En los puestecillos de la calle y en las gacetillas de Internet se traba una lucha singular entre los aficionados: unos pocos iluminados esgrimen novelas de antaño contra una menguante multitud de priseros y planeteros; la calle arde: en trenes y autobuses, los partidarios de lo nuevo y lo antiguo se enzarzan; las casas de los agentes literarios, verdaderos muñidores de carreras falsas y presuntos inéditos, son incendiadas por desconocidos al grito de "viva Corín", "muerte al best-seller español" y "viva Torrente B., el brazo listo e incorrupto de la novela española"; en la tremolina, se descubren miles de valiosos originales "olvidados" por los malvados agentes (del mal y del mal estilo) y los legajos de folios sueltos hacen las delicias de la muchedumbre de saqueadores.

Ya nadie se acuerda de la famosa corrida de marras, pero la lucha continúa. Los editores, encabezados por el megamalo Dr. No(vela), se refugian en un subterráneo bajo la redacción de Tontelia. Desde allí, envían despachos a sus tropas de jurados venales, plumillas a sueldo, novelistas segundones de banquillo, académicos de paco(rico)tilla, blogueros por encargo y negros a tanto la línea. En las oficinas de Alfaguara, los heroicos legionarios del folletín como Reverte se baten ejemplarmente contra los comandos de los Fieras Enardecidos. Las torres de novelas, listas para colocarse en las librerías, sirven ahora de munición improvisada y muchos reservistas de los clásicos mundiales caen víctimas de los tochos encuadernados en cartoné. Llueven tomazos de novela histórica y morteradas de pentalogías, tetramarías, heptalogías, centones y decamerones de Javierito, Arturito, Regasita y compañía.

Pero todo es inútil: el pueblo llano se ha dado cuenta de que le daban gato por liebre y tontelas en vez de novelas; de que la novela española se había convertido en un asilo de inútiles y en un hospital de incurables, en un depósito de escritores bizcos, tuertos, estrábicos, mongoloides, bisojos, leprosos, cretinos de los Alpes, bivalvos, moluscos y gasterópodos... Se ha descubierto que los novelistos en especial no sabían hacer la O con un canuto y que las novelistas sólo iban a lo suyo, a buscarse las habichuelas porque más cornás da el hambre.

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De LA FIERA LITERARIA
Imagen: Auteurs dramatiques/Honoré Daumier

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