Monday, July 21, 2014

Adiós a El Cali, el rey de los asaltos




 
Adiós a El Cali,  el  rey de los asaltos
Fotos; Amancaya Finkel, Archivo Página Siete y ABI.El Cali en Mocoví. Fue uno de los hombres más peligrosos del país.







Amancaya Finkel / Berlín

     


El día que como quien hace una travesura robó una gallina y descubrió que la podía cambiar por unas crocantes empanadas se marcó la línea de su destino. Más tarde vendrían los electrodomésticos, las joyas y vestidos de la boutique más elegante del pueblo, o los carros último modelo. Aún le brillaban los ojos cuando recordaba el primer televisor que fue suyo, aunque no le perteneciera. Robar era su forma de sacarle la vuelta al destino que le había jugado sucio y lo había hecho sentirse pobre. La vergüenza de los días calientes y celestes que lo encontraron con botas de goma en el colegio le quedaron dolorosamente marcados en la memoria. 


"Y no era ni época de agua”, me dijo hace algunos años bajo el sol de mediodía en el penal de Mocoví, y ante el recuerdo se le inundaron los ojos. "No era justo”, repetía  apretando los puños y los dientes, como si aún tuviera puestas esas mismas escandalosas botas de su infancia.
Carlos Rivero Smith fue uno de los hombres más temidos y repudiados del oriente boliviano. Gran parte de su juventud transcurrió en la cárcel. Dominó Palmasola por varios años, sin miedo y sin escrúpulos. Fue el rey de los asaltos a mano armada pero también a él le agujerearon el cuerpo en más de una ocasión. Una cicatriz de bala en la sien era el recuerdo de alguien que quiso matarlo.
Nació hace 44 años bajo el signo de acuario y llevaba un escorpión tatuado en el brazo. Llegó a robar 200 tiendas en tres meses. El número de autos que se llevó por la fuerza se le había olvidado. Estaba recluido en el penal de Mocoví, en  Trinidad, por haber matado a un hombre y se había entregado a la justicia por voluntad propia. Consideraba que los muros de la cárcel no eran el límite de su libertad. "Estoy aquí porque me da la gana”, solía decir con voz desafiante.

Fuego en las venas
Lo llamaban El Cali y le corría fuego por las venas. Era dominante, explosivo, pero también le era propia la amabilidad discreta de los benianos. Conocía el temor pero rechazaba la palabra miedo. La sensación incómoda que a veces lo mantenía en vela por las noches, con la mirada ansiosa pegada a la ventana, para él no tenía nombre.
Los segundos se estiraban en la oscuridad a la espera de una bala imaginaria que siempre estaba a punto de llegar y que en cualquier momento pasaría silbando entre los barrotes para volarle los sesos, mientras él se hallaba enredado entre sus sábanas sudadas, completamente indefenso. Contra viento y marea, fue hasta su muerte el señor del penal.
Él mismo sostuvo alguna vez sin pudor ni orgullo haber sido "el peor de los maleantes”. Aún así llevaba una extraña belleza en el alma. Era hombre de una franqueza extraordinaria que veces parecía acercarse a lo que es la honestidad. Sabía ser gentil, hospitalario y leal. Deseaba una realidad más justa para los seres humanos, a pesar de no haber sido él mismo un hombre justo.
 Muchas veces soñó con ser un hombre distinto, un ganadero, dedicado al campo y a los animales. Ésa era su verdadera pasión. Cuando el destino que él mismo se había labrado le dio el penal de  Mocoví, se llevó consigo a sus animales y decidió que la cárcel sería la estancia soñada. Se hizo dueño de cuatro vacas lecheras que pastaban en un terreno aledaño a los muros del recinto penitenciario.
Se convirtió en proveedor de leche para los reclusos. "Dan 30 litros por día”, repetía con satisfacción. También los patos que nadaban en una laguna cercana eran suyos. Les había construido una estantería y unos cajones para que pusieran huevos. Uno de los proyectos que jamás pudo realizar era  criar además peces, en esa misma laguna.

Riñas de gallos
Convirtió el penal en un criadero de gallos de pelea. En una cancha de cemento vacía en el interior de la cárcel había armado largas filas de pulcras jaulas de madera con un gallo negro en cada una. Un solo gallo podía valer varios cientos de dólares.
Los fines de semana y en días feriados organizaba peleas de gallos para los reclusos y orquestaba las apuestas. "Para que se olviden de que están en la cárcel por un rato”, explicaba. Ponía sillas alrededor del sitio de la pelea, como en un teatro.
Entre gritos y arengas, la sangre volaba por los aires. El Cali observaba el espectáculo en silencio y con los brazos cruzados. "¡Basta, hasta ahí nomás!”, ordenaba cuando consideraba que era suficiente.
Al final del enfrentamiento tomaba a los animales y los bañaba con agua helada, no para calmar su dolor, sino para apaciguarles "el coraje”, como él decía. Para él las peleas no eran crueles, sino sólo una consecuencia de la furia natural de los gallos. "¿O prefieren que no peleen y que mejor se mueran de rabia?”, preguntaba encogiéndose de hombros cuando se le señalaba la crueldad de su afición.
Salía de la cárcel para atender a sus vacas a diario. A nadie se le hubiese ocurrido la posibilidad de una fuga. "No estoy aquí por obligación, sino porque quiero cumplir una pena. Fugarse de aquí es un juego de niños y yo ya me fugué una vez”, sostenía.
Había sido varios años atrás, cuando aún estaba preso por otras razones. Le habían dado ganas de irse y se fue. La Policía lo buscó por el pueblo entero y mas allá. La tierra parecía habérselo tragado. Cuando finalmente a alguien se le ocurrió buscarlo en su casa, lo encontraron durmiendo la siesta a pierna suelta en la hamaca del jardín.
"Tú lo mataste”, le dijeron el día que su amigo Darwin Pessoa apareció muerto. "Yo quería una vida  tranquila. No tenía por qué quitarle la vida a nadie. Y no maté a Darwin”, solía decir El Cali al respecto y fue precisamente eso lo que dijo cuando le echaron en cara la muerte del amigo.
Quizás no le hayan creído, pero también es probable que les haya hecho falta un chivo expiatorio. Entonces lo llamaron a una reunión. Cuando acudió, le dieron un tiro en la sien y se fueron sin sospechar que aún estaba  vivo.
El Cali sobrevivió. Sabía, o presumía, que era el tío de Darwin, un abogado y exprefecto de Beni, quien lo había mandado a matar. Cuando se recuperó se fue a su bufete a plena luz del día. Cuentan en Trinidad que entró en su despacho a paso decidido. "¿Sabes lo que es matar?”, le preguntó al tenerlo frente a sí.  "¡Esto es matar!”, le gritó en la cara antes de descargar sobre él su pistola.
El Cali huyó, pero regresó al poco tiempo. Se entregó una mañana en la plaza principal de Trinidad y lo condenaron a 12 años de cárcel. "Mi conciencia me hizo regresar”, decía.

Una autoridad en el penal
En la cárcel se asentó. Se convirtió en presidente del penal y luchaba por mejorar las condiciones de vida de los reclusos. Quería ser un hombre útil. Organizaba colectas de medicamentos para los internos y abogaba por ellos a través de reclamos y cartas, cuando les negaban, por ejemplo, el permiso correspondiente para salir a recibir atención médica.
Habían quedado atrás los tiempos de su juventud, cuando llegó a Santa Cruz y, al sentirse una vez más en desventaja frente otros, tuvo que demostrarles a todos de qué estaba hecho. "Yo no era más que un cunumi campesino que había llegado a una ciudad más grande, y me engañaban”, recordaba. La situación desventajosa del recién llegado pronto cambiaría.
"Me quedé sin un peso y empecé con mis asaltos. Conseguí tener un círculo de mafiosos. De un momento a otro, no sé ni cómo, yo era el que dominaba”, contaba, pero para él no era suficiente.
Sediento de adrenalina, se ponía retos cada vez más difíciles y riesgosos y se jactaba sin cansarse de las hazañas por las que años después ya no sentiría ningún tipo de orgullo. "Ya no soy un muchachito. Todos tenemos derecho a rehabilitarnos y a que se nos mire de una manera diferente a lo que hemos sido”, mencionaba con frecuencia.
Quería ser un hombre mejor, pero sería falso afirmar que se arrepentía de la vida que había vivido. En alguna entrevista narró en detalle uno de sus asaltos, mientras  reía contagiosamente a carcajadas.
Una mañana me llamó desde la sección La Grulla, para convictos de alta peligrosidad de la cárcel de San Pedro de La Paz,  donde lo habían trasladado por algún tiempo. Ahí lo visité. Estaba dispuesto a revelar los pormenores de algunos asuntos que sucedían al margen de la legalidad en San Pedro. Sostenía que le habían pedido matar a un recluso importante a cambio de dinero y una pronta libertad.
Pero la propuesta no suscitó su interés, sino una profunda preocupación. "Voy a salir en libertad de todas maneras y no necesito dinero. No soy tonto, después de eso me matan a mí”, afirmaba. "Dame una cámara y un micrófono -pidió-, así vos tenés tu noticia y a mí me dejan de joder”. Página Siete no pudo acceder a un trato semejante con un hombre que se encontraba en prisión. "¡Decile a tu jefe que yo asumo la responsabilidad!”, protestó ante la negativa. "Te mariconeaste”, me diría más tarde.
No mató a nadie en San Pedro y logró su traslado a Mocoví. Allí siguió con sus reclamos y protestas por condiciones más humanas para los convictos. En un motín de protesta recibió heridas de bala y, una vez más, sobrevivió.

Una conversación privada
"Pero si eso no fue nada”, comentó cuando lo volví a ver en Trinidad. Lo fui a ver por casualidad, por un avión que no despegó del aeropuerto debido a una tormenta. El Cali acababa de hacer noticia con una fábrica de ladrillos, cuya construcción había impulsado en el penal para contribuir a la rehabilitación de los reclusos. Fui a hacerle una nota, pero una vez allí, sin saber bien por qué, decidí suspenderla. "Sólo vengo a hacerte una visita”, le hice saber.
Alto y erguido, me condujo por los estrechos pasillos del penal hacia su celda. "Que nadie moleste ¿ya?”, le dijo casi con solemnidad a su novia, que se encontraba allí. "Tengo cosas que hablar en privado”.
Hablamos de la cría de animales vacunos y de los proyectos que tenía en mente para el día que fuera libre. De repente sacó una pistola que guardaba en la cómoda y me la mostró, riéndose con alegre cinismo. Era él quien regentaba el penal. Daba órdenes, negociaba con la Policía.
Sabía hasta qué punto podía presionar incluso a quienes lo custodiaban y quienes lo custodiaban sabían que era mejor estar en buenos términos con él. Su anterior traslado al penal de alta seguridad de Chonchocoro y a la cárcel de San Pedro, después, fueron un intento de quebrantar su poder, que él defendería siempre y a cualquier precio, si era necesario, a fuego y balas.
Hice caso omiso del arma y él siguió hablando sobre los avatares  de cría y alimentación del ganado vacuno. Su libertad estaba cerca y parecía ansioso por salir. Le dije que a mi regreso seguramente podría visitarlo en su estancia y no en la cárcel. Él quedó en silencio un instante, al cabo del cual volvió a reírse, esta vez con ironía. "Nooo”, contestó con la mirada como perdida en un horizonte inexistente. "Vos no vas a venir. O ven si querés, pero yo no voy a estar”.
El ambiente se hizo pesado, confuso. Argumenté que su estancia con seguridad no estaría lejos de Trinidad y que no me sería difícil llegar. "Yo no voy a estar porque me van a matar”, dijo entonces y aseguró que trataría de defenderse, de pelear por su vida, si es que se daba la oportunidad, pero sabía que la libertad y la muerte vendrían de la mano. Le pregunté quiénes lo matarían y él me lo dijo. Le pedí que dejara de hablar estupideces y que se ocupara de que el encierro no le hiciera perder la cordura. Me despedí de él con la seguridad de volver a verlo.
La noticia me llegó hace pocos días con algunos meses de retraso y recién ahora siento escalofríos al recordar las palabras que me dijo hace poco más de un año.
Carlos Rivero Smith fue asesinado el 28 de febrero de 2014 cerca del penal de Mocoví. A punto de salir libre, había obtenido un permiso para ir a la ciudad para trabajar, se había convertido en procurador de los reclusos. Lo mataron cerca del terreno donde se encontraban su vacas. Dicen que le dispararon en la espalda y en la cabeza. Sea este texto un homenaje, el último adiós a un personaje, a un amigo.
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De Miradas (Página Siete/La Paz), 13/07/2014

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