Saturday, December 6, 2014

Diciembre en la precordillera

Pablo Cingolani

El sol raja las piedras. La radiación solar es tan fuerte, es tan intensa, tan desoladora, que uno se rinde y se refugia en las casas. Estoy de regreso. Fui a conseguir cigarrillos. Mientras volvía por las calles desiertas del lugar donde vivo, me acordaba de Michael y de Eric (Q.E.P.D.), dos antiguos hippies, uno de la línea dura: comunidad en Alaska, que cuando los conocí, ellos de paso por estas tierras, me hablaron de las bondades de los rayos ultravioletas directo al bocho, directo al cerebro.
Ellos me decían serena y ceremoniosamente que el recalentamiento de tu cabeza y sobre todo lo que está adentro producto del bombardeo cósmico, te activaba el famoso hemisferio derecho del cerebro, te lo hacía recircular, lo estimulaba, lo incitaba: esas cuestiones de rebeldía molecular, esos asuntos de intentar explicar el fracaso del mundo a partir de motivos neurológicos, desconexiones, desenchufes, apagones, black outs. Consecuencias: insensibilidad profunda y angustia ídem.
De esto mismo, digo, hay que decirlo, hablaba el gran gurú de los hippies y ramas anexas; el señor Burroughs, el señor William Burroughs.  De un cataclismo cerebral, de una masividad de la psicosis y las neurosis producto de un diluvio neuronal. La causa, según él, era externa: vivimos un gran dolor, una gran tragedia colectiva, como especie, y  algo cambió, algo mutó, algo se fue al carajo: nuestro destino sensible.
Dejamos a un lado, la sensibilidad para cambiarla por la racionalidad. Dejamos a un lado la belleza para cambiarla por la paja. Dejamos a un lado un mundo feliz para cambiarlo por un mundo terrible. Burroughs, digo, hay que decirlo, realizó investigaciones sobre el tema. “El tema”: nuestro desenchufe existencial, nuestra incapacidad de ser libres. De más estar decir, pero lo digo, hay que decirlo, que en ese encuadre, el viejo Bill concluyó dos cosas:
1. las drogas, los psicotrópicos, son el atajo de regreso al mundo perdido y
2. el arte, la creatividad, es más o menos lo mismo, salvo que es más arduo el camino y más doloroso
Demás está decir que todo lo demás era, lisa y llanamente, una buena mierda. El mundo alrededor, era una buena mierda. Son alertas, ¿no? Diciembre en la precordillera, salir a comprar cigarrillos a las dos de la tarde, sol a hachazos, me provoca esto.
Sigo escribiendo y anoto: Desmond Morris. Uno que pensó a lo Burroughs, a lo Michael y a lo Eric. El tipo era zoólogo pero un zoólogo de esos años de hippies. No sé si era un zoólogo hippie, no sé nada del señor Morris –ni siquiera lo gugleé-, me avisó Walter de su existencia. Resulta que andaba leyendo el epistolario de Chatwin –te insisto, Claudio, un librazo- y lo aludía al tal Morris por uno de sus libros: El Mono desnudo. Tiene otro llamado El Zoo humano.
Morris apunta en la misma dirección: algo ocurrió, algo hizo que dejáramos atrás la paz y la armonía para convertirnos en lo que somos.
¿Qué somos? Desmond es radical: somos urbanos. El pretende demostrar que incluso un animal cautivo en un zoológico es más feliz que un ser humano que habita en la ciudad. Escribió un libro entero para demostrarlo y la verdad es que es bastante convincente.
El desafecto por las ciudades no es nuevo ni lo inventó el bueno de Desmond pero su obra destila audacia, derrocha energía: si te quiero decir algo, te lo digo nomás, te lo digo como me viene en gana y como lo siento. Fue un rasgo de esa época, que uno añora, ya que son detestables las mentiras y sus primas las medias verdades.
Sigo escribiendo, sigo escribiendo bajo el influjo de diciembre en la precordillera, y los rayos gamma afectando mi cerebro.
Vivo en un lugar de alta exposición a la radiación ultravioleta pero José Elías vive en un lugar más expuesto aún. Vive en Millumarka.
Veo su casa desde la ventana desde donde escribo. Es un puesto, próximo a una vertiente, una aguadita, que luego baja y vierte su líquido proceder en la quebrada de Huacallani, afluente del amazónico río de La Paz. Elías está ahí, con su mujer, con sus ganados, con poco más. Su mujer se escapaba, él no. Supe su nombre cuando un día me lo encontré yendo y viniendo en la playa del Huacallani, sol que raja, mundo ultravioleta. Me sorprendí y no me sorprendí que se llamase Elías: recordé al augur de los muelles de Nantucket encarando a Ismael en el libro de Melville.
Veo su casa, suspendida, colgada en el cerro: en línea recta, estará situada a cuatro cinco kilómetros por aire, en vuelo de halcón o a punta de mortero. Sin embargo, yo sé, que la distancia que me separa del Elías es la distancia de la que hablaba Morris, la que alucinaba Burroughs, la que ansiaban curar a punta de explosiones neuronales los antiguos hippies Eric y Michael. Es la distancia miserable que nos impusieron (los video juegos). Es la distancia que, cada día, trato de mil maneras de acortar. Por eso voy a por los cigarrillos en la hora señalada. Porque quiero seguir creyendo, porque tengo fe.
Tengo fe en ese Elías que sigue ahí, a pesar de un mundo que lo hostiliza, que lo aborrece, que no lo quiere. Lo mismo sucedió con Cristo o sucedió con Artaud.
Tengo fe en Elías porque desmiente todos los discursos, todas las teorías, todas las palabras, incluso, y por si acaso, también estás palabras.
Porque tengo fe pero ya no tengo más o me queda poca fe en las palabras, o en el arte, o en las drogas, o en William Burroughs. Tengo fe en el Elías, en el viento que nos enlaza, en la mirada que compartimos, en el espacio que nos reunió, en las piedras de esa ladera empinada, en el ojo de agua, en los chullpares de Millumarka, en esas cosas. Diciembre en la precordillera aumenta la fe porque todo eso, esas cosas, son mucho más nítidas, más contundentes, irreversibles. O así me las muestra la fe.
Las palabras son una manera de expresar lo que sentimos. Pero no son lo que sentimos –ni el surrealismo pudo- y por más amor que uno le tenga al lenguaje, por más amor que uno le tenga a la escritura, o al canto, hay que saber de mutilaciones, hay que saber y sentir todo ese dolor, y saber que allá está Elías, él y su montaña, él y su vertiente mágica, y que Elías en su estar, en su existir, en su resistir, es mejor que toda la historia humana que empezó en Ur o en Katal Huyuk o donde putas fuere.
¿Para qué sabemos todo lo que supuestamente sabemos si no somos capaces, con nuestras propias manos, de levantar una casa? Esa es la grandeza y la gloria de una humanidad negada, la que atesora el Elías y todos los Elías del mundo, los indios aislados de la Amazonía y la que atesoró el último yámana.
Nosotros, en nuestro desasosiego, en nuestra no-calma, en el desierto urbano que nos impusieron, vamos clamando las tres únicas palabras que merecen rescatarse de cinco mil años infaustos de vanidad: libertad, igualdad, fraternidad. El mundo de hoy dice: es imposible, utopía, sueño. El mundo de hoy dice: dejate de joder y andate al shopping.
Vuelvo a salir. Diciembre en la precordillera. Mucha fe, mucha fe en al aire: ver si otra dosis ultravioleta, me cicatriza un poco más, me cura el alma, me cura el desgarro. Después vuelvo, escucho a Jimy Hendrix o a Wara y espero, lo único que espero, es que todo eso me siga chupando un huevo.

_____
Imagen: Alexander Calder/Sun, Snake and Fish, ca. 1970 

No comments:

Post a Comment