Thursday, December 18, 2014

Traigan cuentos que juego sobra

Contar el Juego, un libro de Ariel Scher que revisa nueve biografías de escritores argentinos y su relación con el deporte. De Bioy Casares a Sacheri, de Fontanarrosa a Cortázar, de Soriano a Sasturain, la literatura y las pasiones en un viaje que resulta una obra contundente.

Marcelo Máximo

Lo que yo realmente quería era correr los 100 metros en nueve segundos y ser campeón de box y de tenis.”

 El mundo, ahí en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, en Madrid, celebra y también espera por el discurso de Adolfo Bioy Casares cuando el escritor argentino recibe el premio Cervantes de Literatura en 1990. Bioy Casares tiene 75 años y aunque el tiempo y los condicionamientos que siempre impone la naturaleza ya no lo tienen con una raqueta en la mano en el Buenos Aires Lawn Tennis Club o listo para romper el viento con la cara y, menos aún, en un rincón del cuadrilátero imaginario, el reconocimiento lo lleva a ese viaje interior en el que Adolfo es joven y es fuerte y abraza el deporte con los sueños de campeón. No le alcanzó, dice, pero en sus novelas, cuentos y ensayos toda esa fantasía tiene vida propia más allá de la ficción y de las realidades. Bioy Casares ha contado el juego, como tantos otros escritores desde su lado más amateur y con la creatividad y la imaginación con la que Ariel Scher se lanzó a esta aventura en un libro donde el Negro Fontanarrosa arma un tridente ofensivo con el Gordo Soriano y Eduardo Sacheri, Juan Sasturain se la pasa a Rodolfo Braceli y Martín Caparrós define solo y frente al arco, mientras Haroldo Conti corre, rema y nada y Julio Cortázar está ahí, abajito, al borde del ring.
 Contar el Juego, Literatura y Deporte en la Argentina, editado por Capital Intelectual, repasa –en sus 262 páginas– nueve biografías de escritores argentinos y su relación con el deporte que, en definitiva, han sido una fuente de inspiración para relatos inolvidables e indispensables. El desafío que plantea Scher invita al lector a revelar secretos deportivos de autores y de sus pasiones volcadas en sus obras.
 Eduardo Sacheri, de taquito a Hollywood. El comienzo de las historias cuenta en El Secreto del Secreto ese viaje en un ventoso y frío invierno en Villa Gesell, donde el autor piensa y se piensa en soledades y le da vida y le da luz a Sandoval y Espósito, personajes de El Secreto de sus Ojos, en ese guión adaptado de su novela La Pregunta de sus Ojos para una película que dejará una huella imborrable en el cine argentino y mundial. “Uno puede cambiar de nombre, de calle, de cara, pero hay algo que no puede cambiar. No puede cambiar de pasión.” La definición de Sandoval gira y germina y descansa en la cabeza calva de quien es uno de los grandes puntos de referencia de la literatura argentina de estos tiempos. Sandoval habla en los labios de Sacheri y en la mente de Sacheri y en el corazón de Sacheri, que enfoca sus ojos al mar y se refleja y encandila en los botines de Daniel Bertoni, porque –cuenta Scher– Sacheri primero quiso ser como Bertoni, para luego entregarse al amor incondicional de Ricardo Bochini. Al Bocha, ese tipo que conoció en el lugar y en el momento imaginado –el estadio de Independiente y en la previa a un partido de fútbol– y con una confesión. Bochini, el Bocha, el pelado y mago de la 10, había leído Señor Pastoriza y se había conmovido.
 El día que Julio Cortázar volvió a las noches del Luna Park, Miguel Castellani le ganó a Doc Holliday. Volvió Cortázar, invitado por Alberto Perrone, quien lo había entrevistado unos días antes y se había lanzado a la aventura de que la pluma de Rayuela escribiera una nota para El Gráfico. Fue Horacio Pagani, por entonces redactor de la revista, quien se acercó a Cortázar para recordar aquel seductor acuerdo en abril de 1973. La columna empezaba así: “Como es lógico, el público fue a ver ganar a Castellani. Como también es lógico, Castellani ganó. La única cosa ausente en tanta lógica fue lo que justifica y da su auténtica belleza al deporte: la alegría.”
 Los registros del extraordinario futbolista que fue Osvaldo Soriano no abundan como para homologar –si hiciera falta– su capacidad con la pelota más allá de novelas y cuentos y de historias de redacciones donde armó su propio perfil en tiempos  de centrodelantero de Confluencia de Cipolletti o Independiente de Tandil. Ese momento en el que el Gordo sacó el último de los cigarrillos de un paquete hecho bollo y pelota a la vez –porque un balón no necesariamente tiene gajos y cueros– y, antes de caer al piso la clavó al ángulo, dentro de ese tacho de basura de la redacción de Página/12, certificó y despejó, de alguna manera, sus capacidades a la vista de su compañero –incrédulo– Mulato Lagares. Soriano fue goleador y de San Lorenzo y desde París lloró y lamentó ese descenso de 1981. Lloró y lamentó, sobre todo, el desarraigo de un estadio mítico para la historia del fútbol argentino. “Empecé a querer a San Lorenzo sin haberlo visto nunca, como esos pretendientes que sólo conocen una fotografía y juran amor eterno.” Quizás por eso, al tiempo juntó coraje y junto a José Sanfilippo fue hasta donde todavía laten goles de San Lorenzo en el viejo Carrefour. Juntó coraje y ambos, entre góndolas y latas de conserva y paquetes de arroz, reeditaron un gol del Nene en 1962.
 El golazo que Fontanarrosa anotó y gritó con el alma –dice Jorge Valdano en el libro de Ariel Scher– durante un picado jugado en Las Parejas permite soñar y fantasear con, algún día, escribir como Valdano y jugar como el Negro, y también jugar como Valdano y escribir como el Negro. Los Fulvence que el padre de Juan Sasturain le regaló a Juancito a sus 16 años y con los que marcó un gol para Independiente en el clásico frente a Ferroviario, ambos de Coronel Dorrego, eran un par de talles más grandes, pero quedaban moldeados al pie con esa punta rellena de algodón que iba a advertir sobre su crecimiento cuando ya no fuese necesario su nivelación para darle de puntín.
 La gramática se parece mucho al boxeo y un libro sólo vale la pena si se tiene la contundencia de un cross a la mandíbula. La frase es de Roberto Arlt y Scher la utiliza en la introducción de Contar el Juego que, de principio a fin, te deja tambaleando y en busca del rincón y con ganas de salir a patear alguna chapita contra el cordón de la vereda antes de llegar a casa.

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De TIEMPO ARGENTINO, 21/09/2014

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