Tuesday, January 26, 2016

Di Stéfano, Pedernera, y el contrabando del fútbol


FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

De la trampa y por la trampa, de contrabando y en la ilegalidad, así nació el fútbol profesional en Colombia, y fue utilizado por los políticos, los directivos, los empresarios, los contrabandistas y los mafiosos, los periodistas y los mismos jugadores, para enriquecerse o para evadir verdades, para engañar o para convertirlo en una bomba de humo. Nació de la mentira y por la mentira, y con los años se transformó en una Mentira en mayúsculas. El concepto de que “el fútbol es la patria”, con los años se afianzó más y más, promovido por aquellos mismos a quienes beneficiaba. Que el fútbol fuera la patria significaba que había que apoyarlo, y apoyarlo, morir por él si era necesario, quería decir comprar fútbol. Comprar entradas al precio que fuera. Banderas, camisetas, siempre a la última moda, gorros, álbumes, televisores y más banderas y más camisetas. Cada año un modelo nuevo, cada año, un nuevo estandarte.
El fútbol y la patria,  unidos para que el negocio creciera, para que de ese manantial bebieran los dueños de ese fútbol, que en ocasiones eran los mismos dueños de la patria. El fútbol y la patria, unidos, para que aquel que se atreviera a decir una verdad, fuera de inmediato señalado como apátrida o antipatriota, desertor de quién sabe qué principios. El fútbol y la patria, unidos para comprar a la opinión pública, para que nadie escarbara en sus entrañas, para que nadie investigara, para que todos multiplicaran sus ganancias. Pasión, pasión, fútbol y patria, ser hincha, fanático, educar a los hijos dentro de esos mismos principios de fanatismo, los mismos colores, los mismos escudos. “Puedes cambiar de esposa, de ciudad, de país, pero jamás, de equipo”, la frase para mantener al hincha en las propias huestes, para que jamás se fuera, ni del equipo ni del fútbol. Consumidor por el resto de sus días.
Lo perverso, lo podrido, las muertes y sus responsables, los negocios subterráneos, los nombres de quienes enlodaron lo que alguna vez fue un juego, los periodistas que callaron y vivieron de ese negocio por años y años, los que recibieron sus porcentajes, la compra de árbitros y los árbitros que se dejaban comprar, los futbolistas que se vendieron “por un puñado de dólares”, como en la película de Clint Eastwood, y los que negociaron resultados, incluso con la camiseta de la selección. Los directivos que pactaban negocios de millones por encima de la mesa, con una suma idéntica o mayor por debajo de ella, sin papeles. “Firmamos por cuatro, pero lo hacemos por ocho y nos dividimos ese excedente”.  Los que tergiversaron documentos y falsificaron firmas. Los testaferros, los intermediarios, y los intermediarios de ellos.
Los buscadores de talentos que se traían cinco negros del Pacífico para probarlos en un equipo de capital y se quedaban con el dinerillo de su permiso para jugar y unos miles más de comisión, esos mismos scouts que luego, cuando tres o cuatro eran rechazados, los dejaban a su suerte, en medio de una ciudad caótica que los escupía en la cara sólo por ser negros, negros e ingenuos, ingenuos y forasteros. Los entrenadores de esos equipos de capital, fuera la que fuera, que desde las divisiones menores hasta la profesional recibían un porcentaje por aceptar a éste o a aquél, y otro más, por ponerlos en la titular. Los otros entrenadores con más nivel, o con más padrinos, o con mejor prensa, o con más dinero para repartir, que hacían lo mismo, pero ya en la Selección, para que los futbolistas de tal o cual grupo inversor se cotizaran.
Los políticos que firmaban leyes a favor de los defensores de “la patria”, sin importarles que esas leyes mantuvieran sin prestaciones sociales, sin educación y sin pensión a los jugadores, a cambio de unas cuantas boletas, de viajes en primera clase a una final, o de cupos para una copa del mundo. Los jueces que por razones similares, o por miedo, o por todo eso junto, dictaminaban a favor de los patronos, que imponían su ley a fuerza de billetes y a fuerza de armas, y repetían “el fútbol es la patria”. Todos ellos y algunos más, y todo ello, fue silenciado y omitido una y mil veces con el argumento de que el fútbol es la patria, con el sofisma de que el pueblo necesita alegrías, con el pretexto de que “si gana Colombia, ganamos todos”.  Patria, alegrías y victorias, la receta perfecta para multiplicar los millones y ocultar la podredumbre. La combinación de la mentira y de la muerte.
Y todo olvidado. Era preferible hablar y escribir y discutir de lo que ocurría sobre “el verde césped”, únicamente ahí, como si lo que ocurría sobre “el verde césped” no fuera consecuencia de lo anterior. Era preferible hablar y escribir y exagerar los grandes logros, los triunfos con “ribetes de hazaña”, porque detrás de esas proezas y de los ídolos llegaban los patrocinadores, los contratos para todos, las ventas al exterior, millones de dólares. El producto fútbol en todo su esplendor. Fiesta, derroche, pasión, triunfo, patria. Y del otro lado, silencio. Y del otro lado, un incontrolable agujero en el que caían los verdaderos dueños del fútbol, los jugadores y, en menor medida, los árbitros. En ningún país hubo tantos asesinatos de futbolistas como en Colombia. En ningún país el arbitraje fue tan intimidado.
El fútbol profesional en Colombia nació de la mentira y por ella y jamás salió de ahí. Cuando llegaron Adolfo Pedernera, Alfredo D´Stéfano, Julio Cozzi, Néstor Raúl Rossi, José Manuel Moreno, Valeriano López y Manuel Drago, por citar a unos pocos, la pasión explotó. Los periódicos de la época, finales de los años 40 e inicios de los 50, anunciaban a las ocho columnas de sus primeras planas lo que hacían y dejaban de hacer aquellas figuras de excepción, los mejores jugadores del mundo, como los calificaban. Fotos, entrevistas, el público que les solicitaba autógrafos y hacía filas de 24 horas para verlos, el voz a voz que se extendía por todos los rincones del país. Alguien bautizó aquellos años como Eldorado, en alusión a la leyenda del oro de los tiempos de la conquista.
Y fue Eldorado, porque fue oro y brilló, pero también, como en las conquistas de los españoles, cuando por el oro arrasaron con gran parte de los indígenas que habitaban América, los sometieron y vejaron, porque la organización de aquel fútbol, y los medios de los que se valió, fue oscura y estuvo signada por el fraude.  Hacia afuera, hacia la tribuna, Millonarios, decían y dijeron, era el mejor equipo del mundo. Venció al Real Madrid 4-2 en el estadio de Chamartín, en Madrid, y en el torneo colombiano era poco menos que invencible. Tanto, que sus jugadores pactaban para no golear a los rivales. Era indecente, humillante. Quien quebrara la norma con un gol que excediera las cuentas, o con un lujo excesivo, pagaba un asado para el resto del plantel.
Quien, halagado por los aplausos de las graderías, se dejaba llevar y olvidaba el trato, en el siguiente partido era ignorado por sus compañeros. No le pasaban la pelota, o por lo menos, no como él hubiera deseado. En ocasiones, como lo había hecho el brasileño Leónidas en el Mundial del 38, y como lo harían decenas de otros goleadores, tenía que pagar una suma para que le cedieran el balón. Doscientos dólares por un pase de gol que finalizaba bien. Cien, por los que entrañaban una opción. Por dentro, el equipo, o la institución, era un maremágnum de papeles sin orden, de cuentas por pagar, de desfalcos y evasiones y demandas.  Pedernera, D´Stéfano y compañía habían arribado a Colombia por fuera de las leyes del fútbol. Llegaron porque en Argentina los profesionales habían entrado en una huelga para conseguir que les mejoraran algunas condiciones laborales.
Entonces, un buen día, don Alfonso Senior Quevedo, fundador de Millonarios y promotor del fútbol en Colombia, le dio carta blanca al entrenador del equipo, Roberto Cacho Aldabe, para que buscara futbolistas en medio del desorden. “Necesito que te vayas a Buenos Aires y averigües qué jugador de categoría puede venir a Bogotá. En un plazo máximo de 10 días me debes poner un telegrama”, le dijo, según testimonio de José Cipriano Ramos en su libro Colombia versus Colombia (Intermedio editores, 1998). Aldabe habló con Adolfo Pedernera, y Pedernera exigió 5.000 dólares al año, de prima, y 500 mensuales. Un telegrama. Otro y uno más. Senior se reunió con la junta directiva azul y refirió lo que había ocurrido, con las exigencias de Pedernera.
Le respondieron que estaba loco, que el club no tenía ese dinero, que las taquillas eran muy bajas. Senior contestó que de todas maneras él asumiría la responsabilidad, que el negocio se haría. Horas más tarde, Adolfo Pedernera era contratado por Millonarios, que jamás canceló el monto de la transacción.  Lo trajeron por debajo de cuerda. Luego, él llamó al resto. La historia se había iniciado a mediados del 48, pocos días después del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, ocurrido en pleno centro de Bogotá el 9 de abril. La muerte del caudillo liberal desató el terror. Incendios, asesinatos, robos, sangre y más sangre. Ese día se partió la historia de Colombia.
Ese día, como lo recordaría García Márquez, “se jodió este país”. “El viernes 9 de abril -diría- Jorge Eliécer Gaitán era el hombre del día en las noticias, por lograr la absolución del teniente Jesús María Cortés Poveda, acusado de dar muerte al periodista Eudoro Galarza Ossa. Había llegado muy eufórico a su oficina de abogado, en el cruce populoso de la carrera Séptima con la avenida Jiménez de Quesada, poco antes de las ocho de la mañana, a pesar de que había estado en el juicio hasta la madrugada. Tenía varias citas para las horas siguientes, pero aceptó de inmediato cuando Plinio Mendoza lo invitó a almorzar, poco antes de la una, con seis amigos personales y políticos (…) En ese ámbito intenso me senté a almorzar en el comedor de la pensión donde vivía, a menos de tres cuadras. No me habían servido la sopa cuando Wilfrido Mathieu se me plantó espantado frente a la mesa.- Se jodió este país -me dijo-. Acaban de matar a Gaitán frente a El Gato Negro”.
Por eso era urgente apaciguar los ánimos, distraer a la gente. Darle algo distinto. El fútbol fue lo distinto. El fútbol fue el distractor que Mariano Ospina Pérez, el presidente, y las eternas aristocracias del país necesitaban. Así, para tapar tanta sangre, para mitigar los odios que jamás desaparecerían, nació el fútbol profesional. El 15 de agosto de 1948, Atlético Municipal y Universidad jugaron el primer partido en el hipódromo de San Fernando, en Itagüí . Ganó Municipal que luego sería Atlético Nacional, dos por cero. Don Alfonso Senior y Alberto Salcedo Fernández habían sido los gestores desde las dos entidades que manejaban el fútbol en Colombia, la Adefútbol, y la Dimayor.
Santa Fe obtuvo aquel campeonato de 28 partidos. La orden impartida desde arriba era darle fuerza al fútbol, que sólo se hablara de fútbol, que los periódicos sólo publicaran fútbol.  La ola llevó a los conflictos. Los dirigentes se dividieron. La Adefútbol y la Dimayor estallaron en divergencias por un torneo en Río de Janeiro. Discutían sobre cuál de las dos asociaciones debía poner el dinero y cuánto, y cuál debía decidir qué entrenador y qué jugadores debían conformar el equipo.  Al mismo tiempo, Argentina reventó. Adolfo Pedernera aterrizó en Bogotá por vez primera el 10 de junio de 1949. Hasta entonces, era el estratega, el eje de River Plate, por aquellos años, el club más importante de la Argentina. Fue el caudillo de ‘La máquina’ que ganó los títulos de 1941, 1942 y 1945.
Meses después de su arribo a Millonarios, convenció a su compañero Alfredo D´Stéfano de que firmara un contrato con el conjunto azul, de similares condiciones al suyo. Los dos fueron borrados de los registros del fútbol profesional argentino, que luego haría lo mismo con quienes siguieron aquella ruta hacia Colombia: Néstor Raúl Rossi y Julio Cozzi.  Todos y cada uno de ellos formaron lo que la historia denominó Eldorado, que en realidad fue la legalización del contrabando. Durante cinco años, Colombia se convirtió en el paraíso de la ilegalidad.
Los mejores jugadores del mundo actuaron en sus estadios, por varios puñados de dólares y en equipos que no pagaban sus transferencias. Sin otra ley ni otro dios que el dinero,  jugaban y cobraban. Luego, en diversas entrevistas, decían que “mi amor es este equipo” y  bla bla bla. En 1954 se acabó la primera época de los sin ley, con una reunión en Lima entre directivos colombianos y dirigentes de otras federaciones de fútbol y de la FIFA, que habían protestado por la situación. Luego de distintas sesiones, firmaron el Pacto de Lima, en el que unos y otros se comprometieron a respetar las leyes internacionales de las transacciones de futbolistas. Con el Pacto de Lima, el fútbol colombiano volvió a ser el que era antes, un fútbol lento, sin muchas estrellas, un fútbol sin brillo que atraía a unos cuantos nada más. Un fútbol de antes de la guerra, salpicado en ocasiones por la llegada de alguna vieja gloria como Amadeo Carrizo, Dragoslav Sekularac, Raúl Emilio Bernao u Oswaldo Mura, jugadores-mercenarios que firmaban su último contrato para ganarse sus últimos dólares, y que, como sus predecesores, también decían y dijeron que amaban a sus equipos y a Colombia.
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De CROMOS Revista (EL ESPECTADOR)/Colombia) 

Imagen: Alfredo Di Stéfano

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