Friday, February 5, 2016

Nunca disparó un tiro


JUAN MANUEL MANNARINO

La mañana fresca y soleada de fines de marzo de 1997, Alberto Salguero Vaca Narvaja, 30 años, sobrino de Fernando, líder montonero, conduce por la avenida Octavio Pintos de la capital de Córdoba, hasta la calle Democracia. Un Renault 9 gris pasa a gran velocidad. Apenas baja la ventanilla lo primero que ve es el pelo blanco. Descubre que el viejo que se cree dueño de la calle es Luciano Benjamín Menéndez. A Salguero Vaca Narvaja no le importa llegar tarde a su trabajo de biólogo.
—¡Asesino! ¡Asesino, hijo de mil puta! —le grita, impulsivamente.
Menéndez, 70 años, pulóver gris, pantalón de vestir, baja con el rostro desencajado. En el auto lo acompaña una mujer.
—¿Qué me dijiste? —pregunta el ex militar.
—Asesino. Asesino hijo de puta —repite Salguero, desde su asiento.
Apenas escucha el insulto Menéndez, un metro setenta y cinco, se le arroja encima. Salguero Vaca Narvaja, cuarenta años menos, fornido, los brazos largos, abre la puerta y le pega una trompada. Luego, otra. Y cuando el hombre intenta agarrarle el cuello lo noquea con un golpe en el mentón. El septuagenario trastabilla y dos trabajadores de una verdulería cercana lo ayudan a subir a su auto. Menéndez huye pasando semáforos en rojo. Vaca Narvaja lo persigue unas cuadras.
Después llama a su padre. Repasaron las veces que su familia lloró la desaparición del abuelo Miguel Hugo, el fusilamiento de su padrino Huguito (el padre del actual juez federal de Córdoba) y el exilio en México. Luego va hasta una comisaría. En los ´90, Menéndez seguía siendo un hombre poderoso. Los H.I.J.O.S pintaban “acá vive un genocida” en las paredes, pero los vecinos las tapaban. En su casa del barrio Bajo Palermo había una garita con tres custodios. La policía no lo dejaba solo. Parecía intocable.
Y sin embargo nunca, nadie, le había dado semejante paliza. Ni en la época de “la lucha contra la subversión”, en los ´70, cuando se jactaba de los “objetivos de guerra” eliminados, escritos en rojo en su lista personal como los Vaca Narvaja, Mario Santucho y René Salamanca. Entre 1975 y 1979, cuando era jefe del Tercer Cuerpo de Ejército, Menéndez nunca disparó un tiro. En 1984 fue acusado por tres mil casos de torturas, secuestros y privaciones ilegítimas de la libertad así como de la existencia de los campos clandestinos de detención de La Perla y la Ribera en Córdoba, dos de los más activos en todo el país.
Veinte años después la justicia argentina sumó infinidad de pruebas y lo condenó diez veces a cadena perpetua por genocidio. Pero Menéndez está en otra cosa.
“Parece que siguiera con las botas puestas”, dice Facundo Trotta, fiscal del megajuicio por lesa humanidad “La Perla”, en Córdoba. A veces, Menéndez se levanta y deambula por la sala. Y vuelve a su asiento. Los jueces lo miran de soslayo sabiendo que, de un momento a otro, cerrará los ojos.
Sentado en el banquillo, aislado del resto, el general se prepara: bosteza y entrelaza las manos sobre las rodillas.
***
1 de octubre de 2015. 15.30.
—Hola
—Sí, qué tal… ¿hablo con Luciano Benjamin?
—Sí, ¿quién habla?
—Mucho gusto. Soy periodista de Buenos Aires y quisiera saber si….
—Le agradezco el llamado. Pero desde que estoy preso no hablo con la prensa.
—Está bien, comprendo. Quería saber cómo estaba de salud. Sé que tuvo bronquitis la semana pasada y no pudo ir al juicio.
—Ah, sí. Mejor. Me reincorporé a mis actividades normalmente.
—¿Lo está cuidando su hijo Juan Martín?
—Mire, no se moleste, pero no le voy a decir nada. Perdón.
La voz flemática de Luciano Benjamín Menéndez, desde la calle Ilolay del barrio Bajo Palermo donde cumple prisión domiciliaria desde hace tres años, se fue apagando lentamente. Hace tres años, también, murió su esposa, Edith Angélica Abarca: 38 años de casados y siete hijos. Ese día no fue al entierro: prefirió llorar a solas en su chalet.
Nacido el 19 de junio de 1927, tres años antes del primer golpe militar argentino, creció en la certeza que el Ejército tenía un destino manifiesto: ser el guardián de la nación. “Necesitamos una guerra por generación”, dijo, cuando le dieron el grado de general a los 45 años. Se lo acusa de ser el “autor de escritorio” de secuestros, asesinatos, torturas y desapariciones: uno de los jefes de la dictadura militar que premeditó y planificó un “aparato organizado de poder”. Menéndez sabe que no podrá salir más en libertad: las condenas por lesa humanidad son imprescriptibles e inamnistiables.
“Cachorro” – así le pusieron sus superiores cuando entró al Ejército por ser hijo de un militar- sólo tiene permitido ir a los tribunales y a los consultorios médicos. En la semana, está ocupado con una agenda completa: martes, miércoles y jueves se sienta como acusado en la “La Perla” -el centro clandestino más grande del interior, por el que pasaron cerca de tres mil detenidos-; jueves a la mañana, por teleconferencia en San Luis; y jueves a la tarde y viernes, por la misma vía, en La Rioja.
De los 622 ex militares de la última dictadura condenados por delitos de lesa humanidad, Menéndez es récord. Desde que la Corte declaró la inconstitucionalidad de las leyes de obediencia debida y punto final en 2005 y hasta la fecha -según datos de la Procuraduría contra Crímenes de Lesa Humanidad- fue imputado en 73 causas y acumula 12 condenas.
Las sentencias lo sitúan como principal responsable del “plan sistemático de exterminio que se impuso entre 1976 y 1983”. Siete de las condenas son de reclusión perpetua, tres de prisión perpetua, y las dos restantes de 20 y 12 años. Y cuatro de las perpetuas están firmes por resolución de la Corte Suprema.
“Él sigue justificando en los juicios que el Ejército salvó al país de una agresión interna financiada por el exterior. No existen dudas que muchas de las víctimas optaron por la lucha armada. Sin embargo, el Estado militar procedió al margen de la ley. Ante la sospecha de un delito, debieron hacer lo mismo que hoy estamos haciendo con ellos”, dice el fiscal Trotta.
Calmo y entusiasta, el ex jefe militar sigue repitiendo que Argentina “vivió la Tercer Guerra Mundial entre Occidente y el marxismo”. Como si los días de los 382 años de prisión no le afectaran.
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El poder que manejó como Comandante en Jefe del Tercer Cuerpo de Ejército –el segundo más grande del país-, con sede en Córdoba, fue absoluto. La Junta Militar –compuesta por el Ejército, la Armada y la Fuerza Área- dividió el territorio en cuatro zonas. “Cachorro” lideró la Zona III con 15 mil efectivos, tres brigadas, 24 áreas y veinte regimientos a su cargo en diez provincias: Córdoba, San Luis, Mendoza, San Juan, La Rioja, Catamarca, Santiago del Estero, Tucumán, Salta y Jujuy. Era la mitad del país.
“En el Tercer Cuerpo él había creado todo el sistema de represión, secuestro y tortura”, resume la sentencia del Tribunal Oral Federal Nº1 de Córdoba que lo condenó a perpetua por primera vez en 2008 por los secuestros, torturas y asesinatos de cuatro militantes del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). Para María Teresa Sánchez, abogada de Abuelas de Plaza de Mayo, Menéndez creó un “grupo interrogador de detenidos” antes del golpe de marzo del ´76 y lideró acciones paramilitares.
“A las desaparecidas Menéndez las hacía rotar de norte a sur para que nunca las pudiéramos encontrar”, dice Sonia Torres, una de las fundadoras de Abuelas de Plaza de Mayo de Córdoba, sobre quien fue responsable de 238 centros clandestinos en el total de las diez provincias–Tucumán con 78 y Córdoba con 59 fueron las principales- . Sólo en Córdoba, hay entre 500 y 700 víctimas por el terrorismo de Estado. Menéndez siempre lo negará: “Los desaparecidos desaparecieron y nadie sabe dónde están, lo mejor será entonces olvidar” -Revista Gente, 25 de febrero de 1982-. Sonia aún busca al hijo de Silvina Parodi, su hija secuestrada en 1976. Es el primer caso por sustracción de menores que se juzga en su provincia.
—Me gustaría saber qué hace en su tiempo libre, si lo van a visitar amigos…
—Si salgo en libertad, le doy una entrevista. Hasta luego, que le vaya bien.
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A los 20 años, en el Colegio Militar, Luciano Benjamín Menéndez sentía que el mundo estaba a sus pies. Había entrado cinco años antes y ya le habían dado el cargo de teniente, con cadetes a cargo. “Se empeña por sobresalir. Es un oficial muy eficaz en el escuadrón”, dijo Alberto Juan Iribarne, su jefe de regimiento. “Enseña con el ejemplo y tiene mucho ascendiente sobre sus subordinados, posee una conciencia del deber para el grado inmediato superior”, escribió el teniente coronel Manuel Mateos, en su legajo militar.
Los Menéndez dejaron España para radicarse en el Río de la Plata a mediados del siglo XIX. Su abuelo fue teniente coronel de las Guardias Nacionales, una fuerza que precedió a Gendarmería y actuó en la “Conquista del Desierto”. José María, su padre, teniente y participó de la represión contra anarquistas y comunistas. “El interés soviético viene de 1919 con el levantamiento de obreros. Fue la primera amenaza”, reconocería Luciano Benjamín décadas después, hablando de la tarea “ejemplar” de su linaje.
No hubo un Menéndez que no pisara fuerte en el Ejército. Su tío, el general Benjamín, intentó un golpe militar en 1951 contra Juan Domingo Perón. Y uno de sus primos, Mario Benjamín, fue gobernador militar de las Islas Malvinas en guerra de 1982- al que le cortó el diálogo por considerarlo un “flojo” en el mando-.
Alumno de la escuela contrarrevolucionaria francesa, Luciano Benjamín aplicó la doctrina: el enemigo interno ya no vestía uniforme, se infiltraba en cualquier rincón de la sociedad y todo ciudadano podía ser sospechoso.
“No se matan seres humanos sino anti patriotas, enemigos de la civilización occidental. Como Adolf Eichmann, Menéndez era un hombre profundamente ideológico, un nacionalista católico con tintes liberales que odiaba a los comunistas, a los peronistas y a toda minoría racial”, dice Daniel Mazzei, historiador experto en el Ejército argentino.
Criado en la localidad de San Martín, el niño Luciano Benjamín se la pasaba montando a caballo junto a su único hermano José María. Décadas después, como Comandante en Jefe, paseaba con su yegua por los parques del Ejército mientras su séquito torturaba en los centros clandestinos.
En el Colegio Militar, además de “Cachorro”, le decían “Chupete” por su cara aniñada. Cuando subió a recibir el diploma de teniente, se encontró con viejos compañeros de grado: Jorge Rafael Videla, Albano Harguindeguy, Ramón Genaro Díaz Bessone, Santiago Omar Riveros y Leopoldo Galtieri. Los últimos tres serían sus compañeros en el “ala dura” del Ejército, a los que intentó liderar sin éxito.
En los ´70, para conocer la Doctrina de Seguridad Nacional, viajó hacia el campamento de Fort Lee, en Estados Unidos. Y a su regreso aterrizó en Tucumán como uno de los comandantes de la V Brigada, la segunda más importante del Tercer Cuerpo. Dirigió tropas en los meses previos del “Operativo Independencia”. Fue el preludio del golpe militar: el despliegue descomunal de militares en febrero del ´75 para combatir a la Compañía Ramón Rosa Jiménez del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP).
Con 45 años, fanático de Julio Argentino Roca, San Martin y un workaholic entregado a la misión militar, en 1972 cumpliría un viejo sueño de abuelo y padre: ser uno de los generales del Ejército más jóvenes de la historia.
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10 de diciembre de 2015. 14.30.
El coronel retirado Mariano Menéndez, 64 años, hijo de Luciano Benjamín, está eufórico. Mauricio Macri acaba de jurar como presidente de Argentina.
—Papá es el más feliz —dice el hijo de “Cachorro” al otro lado del teléfono, desde alguna calle de Buenos Aires.
Es el segundo de sus hijos vivos. Eran siete y quedaron cinco. Fue militar como el primogénito ya fallecido Luciano Benjamín. Luego siguen Martín Horacio, ingeniero químico; Marita, que está casada con un coronel retirado –y tienen ocho hijos-; María Victoria, casada con un comodoro de la Fuerza Área –nueve hijos-; el menor, Juan Martín del Milagro. “Y José”, remarca. El primer hijo muerto.
El 14 de julio de 1976, el nene, de nueve años, se intoxicó con monóxido de carbono por la pérdida de un calefón. Su padre, sospechando un homicidio, se negó a la autopsia y siguió como si nada hubiera pasado. Cinco días después un soldado de su Ejército dio un golpe maestro al asesinar a Mario “Roby” Santucho, fundador del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y líder del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP).
“Los marxistas no conciben la armonía sino el conflicto permanente”, dijo implacable, en una conferencia de prensa.
—Para mi papá seguimos siendo siete. Nunca pudo superar la muerte de José, era el preferido. Lo sigue llorando.
Mariano se muestra en Facebook con banderas argentinas, con postales de mesas largas con amigos y parientes. Es un acérrimo defensor de la última dictadura – sus seis hijos y sus sobrinos repiten la fórmula: fotos y comentarios de la unión familiar, la defensa de la patria y el rechazo visceral a la década kirchnerista-. En uno de sus últimos posteos, convoca a firmar en apoyo a la editorial del Diario La Nación “No más venganza” (23 de noviembre de 2015).
En la entrevista telefónica dice que el triunfo de Mauricio Macri fue histórico “porque es la primera vez que no se necesitó recurrir a las Fuerzas Armadas (FFAA) para derrocar una tiranía”.
—¿Una tiranía?
—Sí, eran delincuentes. Ahora tenemos recambio presidencial porque los militares derrotaron a la subversión.
—¿Cómo es eso?
—El mayor peligro era el comunismo. Hay que recuperar la Argentina grande que fuimos.
—¿Y cuál es?
—La de principios del siglo XX, potencia del mundo.
Mariano Menéndez es el espejo de su padre: misma cadencia lenta de voz, mismas cejas, misma mirada gélida.
—¿Qué piensa de los juicios contra él?
—Son inconstitucionales, con testigos comprados y sentencias escritas desde Buenos Aires.
—¿Todas las pruebas son truchas?
—No se respetan los principios jurídicos, mi padre combatió una guerra. A mí me gustaría que se anularan. A mi viejo le allanaron la casa y no encontraron nada.
Luego dice que “papá” les enseñó a galopar “mirando firmes al horizonte y siendo cariñosos con el caballo” y que nunca los castigó –“se tentaba cuando veía a mamá enojada por nuestras travesuras”- . Y recuerda cuando fue agredido por “una turba de locos”. Fue el 21 de agosto de 1984, a la salida del programa de Bernardo Neustadt y Mariano Grondona en Canal 13. Su padre sacó un cuchillo de paracaidistas cuando militantes de la Juventud Comunista le gritaron “asesino” y “cobarde”. La foto recorrió el mundo.
—¿Alguna vez te encontraste con un hijo de desaparecidos?
—Nunca se dio la ocasión. Pero no tendría problema.
—Y si eso pasa, ¿qué dirías?
—Si saben que sus padres agredieron el país con las ideas comunistas. Y con la violencia más despiadada.
Luego, el coronel retirado se despide amablemente. Como su padre.
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En 1977 Luciano Benjamín Menéndez ordenó un pacto de sangre. A los oficiales y suboficiales los hizo partícipes de torturas y asesinatos. Luego creó un ritual. Era una ceremonia de fusilamientos selectivos que consistía en sacar de a tres a los presos y llevarlos “de paseo”, como ocurrió con el dirigente gremial del Sindicato de Luz y Fuerza Tomás Di Toffino y otros en los carnavales del ´77. En la prensa se decía que los “subversivos” habían sido aniquilados por enfrentamientos fraguados o intentos de fuga.
“Todos están salpicados por sangre”, les decía a sus hombres de confianza en “La Comunidad Informativa”, en donde confluían autoridades de inteligencia, especialmente del Destacamento de Inteligencia 141 del Ejército, SIDE, Gendarmería, Policía federal y las policías provinciales. Apenas asumió como jefe del Tercer Cuerpo -entre agosto y septiembre de 1975- felicitó al Comando Libertadores de América, un comando paramilitar que, al estilo de la Triple “A”, asesinó a Marcos Osatinsky, creador de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) y masacró a la familia Pujadas, en un golpe especial contra la organización Montoneros.
Menéndez felicitó a la inteligencia policial pero concentró el poder en sus manos. Creía que los militares eran los especialistas en luchar contra los “subversivos que nos quieren cambiar el estilo de vida y la visión cristiana del hombre”.
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Ernesto “Nabo” Barreiro era uno de los líderes –con Jorge Exequiel Acosta y Héctor “Capitán Vargas” Vergés- de “La patota” de La Perla, tropa de elite del Grupo de Operaciones Especiales (OP3) y una de las preferidas de “Cachorro”. Barreiro es el que confesó, varias veces, que profesores universitarios y empresarios participaron del armado de las listas negras. El que ahora, con su jefe débil de salud, lidera a sus compañeros en los juicios.
“La patota” era experta en secuestros e interrogatorios bajo torturas pero también en maniobras de distracción como los “lancheos” -salidas de civil en dos o tres autos con prisioneros-, como los que hicieron al Festival de Cosquín y al Chateau Carreras, sede cordobesa del Mundial de Fútbol de 1978. A veces hacían chocolateadas por aniversarios patrióticos y los sacaban a ver desfiles militares.
Cuando en 1979 llegó al país la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) –en Córdoba visitó Campo de la Ribera y La Perla-, Menéndez ordenó pintar las paredes, perfumar los pisos y llevar muebles y camas. “La patota” encabezó la misión. A pocos detenidos les permitieron ir a sus casas por unos días.
Menéndez estaba furioso: creía que abrir las puertas del país era una “concesión inadmisible”. Pero era tarde: su idea de “blanquear” la represión clandestina con juicios militares y públicos nunca había sido apoyada.
“Al que llegue a actuar mal, le corto los huevos”, dijo en La Comunidad Informativa.
Nunca pasó: el pacto de sangre fue un éxito.
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La cárcel de máxima seguridad de Bouwer está a 17 kilómetros de la ciudad de Córdoba. En 2010, Jorge Rafael Videla y Menéndez compartieron el pabellón de lesa humanidad por el asesinato de 31 presos políticos –uno de ellos era “Huguito” Vaca Narvaja -. Videla permanecía aislado y colaboraba con las tareas domésticas. Menéndez agarraba el control remoto para mirar partidos de polo y ordenaba papeles en una suerte de oficina. Vestía sobretodo negro. Leía los diarios y a Esteban Echeverría, Juan Bautista Alberdi y Roberto Potash.
No era la primera vez que “Cachorro” caía preso. A fines de septiembre de 1979 se había rebelado por 36 horas contra el entonces titular del Ejército y poco después presidente de facto Roberto Viola. Pero sólo lo acompañaron 800 de sus 15 mil hombres. Pasó detenido noventa días en un cuartel de Curuzú Cuatiá, en Corrientes. Creía que el Proceso de Reorganización Nacional se había “ablandando” por la liberación del periodista Jacobo Timmerman. Sin embargo, había otro telón de fondo: aspiraba a ser el reemplazante de Videla como jefe de Ejército. Pero el elegido fue Viola.
Treinta años después y a pocos centímetros de distancia, en la cárcel, Menéndez no le reprochó ninguna decisión: le volvió a hacer la venia.
Mario Baldo, 45años, es piloto de avión y estuvo detenido en Bouwer entre 2007 y 2012. Conoció a Menéndez en los recreos y conversaban de aviones. El general era distante y reservado. “Subteniente, acompáñeme a la sala de enfermería”, le dijo una mañana, como si fuera uno de sus hombres. Cuando atravesaron un pasillo oscuro por los pabellones comunes, algo los frenó. “Usted es un asesino, un cobarde hijo de puta”, se escuchó que le gritaron desde una celda. Menéndez no reaccionó: sólo miró hacia el suelo. Después fijamente a Baldo.
—He matado mucha gente, pero tendría que haber matado mucho más –le dijo, casi en secreto. Luego: “Es el único país que encarcela a sus héroes”. Y silencio.
Hubo un día que Bouwer se convirtió en una fiesta. En el pabellón de lesa, había gritos y aplausos como si se festejara la final de un mundial de fútbol. Menéndez levantó los brazos al cielo.
En la pantalla, Crónica TV reflejaba una placa roja con letras blancas gigantes: “Murió Néstor Kirchner”.
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—¡Es mentira, es mentira!
El grito sacudió los Tribunales Federales de Córdoba. A comienzos de septiembre de 2015, el abogado querellante Juan Carlos Vega hablaba sobre apropiación de las empresas del grupo Mackentor, especialista en la construcción vial e hidráulica. Los militares acusaron al grupo de financiar la guerrilla armada –sin acreditar ninguna prueba- y detuvieron a un grupo de directivos, a los que secuestraron y torturaron el 25 de abril de 1977. Menéndez supervisó la cadena de mandos. En cuestión de días, el juez Adolfo Zamboni Ledesma – su mano derecha judicial – firmó la ocupación militar de las empresas.
—¡Eran guerrilleros! —volvió a aullar Menéndez.
El presidente del Tribunal, Javier Díaz Gavier, conocía esos ataques de ira.
—Usted sabe que no puede interrumpir. ¿Quiere que lo retire de la sala? –le advirtió.
El ex militar se calmó. Sus defensores oficiales lo miraban desconcertados. Estiró los músculos y se fue a una sala con el maletín marrón debajo del brazo.
La apropiación de “Mackentor” no había sido casual. El grupo era una amenaza para el establishment económico porque le sacaba mercado a las corporaciones. “Cachorro” nunca disimuló la simpatía con los ideólogos del modelo neoliberal, como la Fundación Mediterránea – creada en 1977 y dirigida por el ex ministro de Economía Domingo Cavallo-, y con familias tradicionales y millonarias como los Minetti, los Roggio, los Urquía y los Tagle. Los que ganaron por su modelo de obra pública, capital concentrado y cero conflicto sindical.
Pero esos amigos lo abandonaron.
La fotógrafa Irma Montiel, de la agencia Télam, nunca lo había visto como en los últimos meses: “La actitud débil en los hombros lo perfila como si estuviera entregado”.
“Se pone loco cuando lo tratan de ladrón, cuando lo incriminan y cuando declara un Vaca Narvaja”, dice la periodista Marta Platía. El arriero Julián Solanille juró haberlo visto dando la orden en un fusilamiento masivo en La Perla. Ese día de audiencia Menéndez levantó la mano para hablar –no lo dejaron- y masculló insultos.
La ex detenida Teresa Celia Meschiatti dijo que después del operativo militar de 1977 en “El Castillo” –una casona que fue destruida con bazucas- escuchó decir al ex agente civil de inteligencia, Ricardo “Fogo” Lardone, que su jefe se había quedado con “valijas llenas de dólares” de los siete montoneros asesinados. El hecho nunca se esclareció.
Es la tarde de un jueves de noviembre de 2015 y desde el chalet del barrio Bajo Palermo Juan Martín del Milagro Menéndez, 41 años, habla después que su padre, Luciano Benjamín, le acerca el teléfono inalámbrico a su pieza. Es ingeniero civil, suele levantarse después del mediodía y es el único de los hermanos que no tuvo hijos.
—Mi viejo no es un corrupto. Eso son los políticos.
La voz suena simpática y reposada. Pero el padre le habla por lo bajo, como dictándole órdenes, y se pone nervioso. Levanta el tono.
—¿Vos sabés quién fue el comandante Mario Santucho? Leí sobre los ´70 ¡Y ahora lo llaman un joven idealista! — Juan Martín parece ser, en cuestión de minutos, otra persona.
—¿Y qué lees?
—Los guerrilleros fueron los primeros en hablar de una guerra, no los militares.
—¿Y qué más te interesa?
—Que la sociedad apoyó a los militares. ¿O la Plaza de Mayo no estaba llena cuando habló Galtieri? Perdón, no quiero hablar más. Ustedes tergiversan todo.
—¿Ustedes?
—Sí, los periodistas. Disculpame, tengo que salir. Hasta luego.
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En los medios y en las redes sociales, una escasa minoría aún lo apoya. En los comentarios de la nota “Menéndez: me persiguen hace 30 años y sólo declararé ante juez militar” –Diario Uno, 17/08/15-, aparecen opiniones desde Facebook. Entre los 12 comentarios, el ciudadano Facundo Gianoni dice “Grande Cachorro, vos sos de los responsables que un sucio trapo rojo no flamee hoy en lugar de nuestra querida celeste y blanca”; otro usuario, Carlos Alberto Busnelli, opina que es “un MILITAR CON HONOR Y muchos de sus camaradas deberían seguir su ejemplo”. Y para el usuario Hio Shiva, “lo que dice el general es correcto, eran terroristas, algunos quedaron vivos y están ahora en el poder”.
La realidad era otra hacía veinte años. En el retorno a la democracia Menéndez fue protegido por la burocracia sindical, el poder eclesiástico liderado por el cardenal Raúl Primatesta y un amplio espectro político cordobés, tanto del peronismo como del radicalismo. El ex gobernador Eduardo Angeloz lo invitó varias veces a subir al palco, donde compartió asiento con Oscar Aguad, actual ministro de Comunicaciones.
A los juicios solían acompañarlo los militantes de Famus (Familiares de Muertos por la Subversión). Ellos festejaron cuando en 1990 recibió el indulto del ex presidente Carlos Menem a pesar de que nunca había sido condenado. Por ese entonces fundó el partido de ultraderecha “Nuevo Orden Republicano”, que propuso el retorno de las FFAA en la calle. Pero nadie lo siguió.
“Todo nuestro espectro político está a la izquierda, deslumbrado por el éxito de la demagogia y el populismo de Perón”, había dicho en un acto, reconociendo el fracaso como líder político.
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Se jactó de aniquilar la “subversión” antes que cualquier jefe militar. Y quiso dar el salto: pasar del enemigo interno a una guerra convencional.
En 1978 se preparó para una batalla con Chile por el canal de Beagle. “El brindis de fin de año lo hacemos en el Palacio de La Moneda y después iremos a mear el champagne en el Pacífico”, le dijo a su tropa, que preparó durante cuatro meses en la frontera.
Cuando se enteró que el Papa Juan Pablo II había intervenido para frenar el conflicto, en las vísperas de Nochebuena, perdió los estribos. “Videla es un cagón”, rumió ante sus hombres de confianza.
La ilusión de invadir Chile se hacía añicos.
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Es una tarde del verano de 2015 y Paola Salamanca, maestra de escuela, 45 años, piensa dormir una siesta. Es hija de René Salamanca, ex secretario general del Sindicato de Mecánicos y Afines del Transporte Automotor (SMATA), cuadro cordobés del Partido Comunista Revolucionario, y el primer detenido-desaparecido después del golpe militar. “Nosotros quedamos destruidos en la pobreza”, dice, con un tono acongojado.
Según el Nunca Más, Menéndez fue a ver a Salamanca a “La Perla”. Luego de un interrogatorio, el jefe militar ordenó “trasladarlo” en un camión, que los prisioneros conocían como “Menéndez Benz”. “En el juicio Menéndez nos clavó esos ojos malignos de asesino”, dijo José María, otro hijo de René. “Las fábricas no me dieron trabajo por llevar un apellido de “subversivo”, comentó luego. El caso Salamanca demuestra una máxima del Tercer Cuerpo: “barrer a los líderes para exterminar la base”.
Entre 1976 y 1979, Menéndez pisó los centros clandestinos -fusta en mano- cuando caía un “pez gordo”. La Perla –y 580 testimonios lo comprueban- era el epicentro del exterminio: por la jerarquía de detenidos políticos, la llamaban “La Universidad” –a La Ribera, por contraposición, le decían “La Escuelita”-. Los periodistas Ana Mariani y Alejo Gómez Jacobo, autores del libro “La Perla. Historia y testimonios de un campo de concentración”, dijeron que el vínculo de Menéndez con el centro clandestino fue tan estrecho que lo asociaron al sobrenombre de su mujer, Edith Abarca, a la que llamaba cariñosamente como “La Perla”.
Tanto como en la ESMA había un circuito profesional de la tortura compuesto por “el ablande” – los interrogatorios-, “la sala de terapia intensiva o la margarita”- se picaneaba en una cama de hierro- y “la cuadra” –donde los cautivos permanecían acostados, atados y vendados-. En “La Perla” hubo doce casos de muertes por tortura, como el de Herminia Falik de Vergara, que murió agonizando en los brazos de una compañera. Esa noche Barreiro y “La patota” salieron apurados para cenar con sus familias en la Nochebuena del `76.
“Cachorro” pensaba que la muerte por tortura era un error táctico. Pero no se enojó ni les hizo sumarios.
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—Fue el mejor comandante de cuerpo, el de más confianza. Un león listo para la pelea —dijo Videla en la biografía “Cachorro. Vida y muertes de Luciano Benjamín Menéndez”, escrita por Camilo Ratti.
“Cachorro” se movía como pez en el agua: en el lugar justo, en el momento indicado. Desde los ´60, con la fusión del movimiento obrero, estudiantil y sindical, Córdoba y Tucumán se convirtieron en focos guerrilleros. En 1969 ocurrió el “Cordobazo” y operaban los líderes de Montoneros y ERP pero también de otras organizaciones políticas del peronismo de base o de la izquierda revolucionaria. El golpe policial cordobés del ´74 conocido como “El Navarrazo” había encendido la reacción. Pero los militares consiguieron una legitimidad impensada: la presidencia de Isabel de Perón, y luego la de Ítalo Luder, dictaron decretos que dieron vía libre a las FFAA para “aniquilar a la subversión”.
—Un gobierno democrático nos pidió combatir la agresión comunista. Es un país insólito. Se juzga a soldados patriotas que dieron la vida. Fuimos los ganadores –dijo en agosto de 2015, en el juicio de La Rioja—. Allí dijo que jamás persiguió a nadie por sus “ideas políticas nacionales” y que la agresión marxista empezó con el campamento de los Uturuncos en 1959 como “reflejo de la Revolución Cubana”. Y agregó: “Ni Francia con Indochina, ni Estados Unidos por Hiroshima repudiaron lo que hizo su Ejército”.
Como ningún otro jefe antes de la dictadura, Menéndez se anticipó en estilo, forma y contenido: visitas periódicas a las tropas, creación de los primeros centros clandestinos –La escuelita de Famaillá, en Tucumán, y Campo de la Ribera, en Córdoba-, una mesa de inteligencia con todas las fuerzas, y redacción de documentos fundacionales del golpe militar. Eufórico y con mano de acero, “Cachorro” olía a sangre.
—A los subversivos los liquidamos con la mente fría y el corazón ardiente. El ejército argentino nunca perdió una guerra. ¡Subordinación y valor! –envalentonó a su tropa cuando asumió como Comandante en Jefe.
A los que no lo saludaban, les daba 60 días de arresto.
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Apenas asumió como jefe del Tercer Cuerpo de Ejército, convocó a los periodistas para la quema pública de libros y a la sociedad les exigió un sacrificio: “Las muertes de la guerra son para alcanzar una democracia, porque el argentino no puede vivir en otro sistema que el democrático”. Cuando iba a rezar ponía flores en las iglesias. En una de ellas, una vez se encontró con el obispo de La Rioja Enrique Angelelli y le dijo “usted se tiene que cuidar mucho”. Meses después lo mandó a matar.
Nadie dudaba que Menéndez tuviera un compromiso personal con la represión. Solía ir a en la estancia La Ochoa, conocida como “Casa de Piedra” y a poca distancia de La Perla. Allí, mientras descansaba, dejó que torturaran detenidos, como a Salomón Gerchunoff, dirigente del Partido Comunista.
Pero el preferido de Videla en el campo de batalla –“No puedo hacer nada, está en territorio de Menéndez”, respondía ante un pedido de intervención- no lo fue en el campo de la política. “Cachorro” creó la “Organización Nacionalista” o “Partido Militar”, que acusaba al jefe de la Junta por “blando”. Como Emilio Massera, aspiraba a ser la cabeza de la dictadura y se creía el paladín de los duros pero nadie lo siguió. “Es un bruto, le falta cintura para negociar”, había dicho su enemigo Roberto Viola.
La conspiración política le costaría el destierro. Cuatro años antes del fin del Proceso, por sublevarse contra Videla, le sacaron el traje de general.
***
Siete meses después de la guerra de Malvinas la periodista Cristina Wargon lo entrevistó para el diario Tiempo de Córdoba. Fue la única que se atrevió a enfrentarlo. “Me impresionaron sus ojos: como los de un yacaré. Eran claros, y con esa membrana que parece una persiana que se cierra”, dice. Por teléfono, el general le pidió que le mande un formulario por correo y Wargon respondió:
—General, no me diga que le tiene miedo a una mujer.
Diez minutos después le abrió la puerta de su casa. Le pareció un departamento aséptico. En esa histórica entrevista, a solas, dijo cosas como “yo estaba en los cuarteles, no sabía del modelo económico”, “a las Madres de Plaza de Mayo las respeto pero hasta en el uso del pañuelo copiaban a los rusos” y respondió que los desaparecidos “estaban en el exterior pagados por organismos internacionales”. A Wargon le temblaba el grabador en la mano. “No te alcanza con ser rubia y de ojos claros para hacer esas preguntas comunistas”, la increpó.
Cuando se publicó la entrevista, en enero de 1983, Menéndez no la volvió a llamar. “Puse todo lo que me dijo y mi marido me decía que si me mataban al menos los estudiantes de periodismo iban a tener un póster en sus piezas”, ríe, ahora, más de treinta años después desde su departamento de Buenos Aires.
En aquel momento, sin embargo, salía a la calle mirando hacia los costados.
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Una tarde cualquiera, a fines de octubre, Juan Martín Menéndez está contento. Talleres de Córdoba, del que también es hincha su padre, ascendió a la segunda división del fútbol argentino.
—Me gustaría salir a festejar con él, pero no lo dejan. Lo siguen tratando como a un criminal —dice, por teléfono. Los hijos nunca quisieron dar entrevistas personales.
Se ríe nervioso. Los amigos lo cargaban por el apellido. Pero cierta vez su padre los invitó, no paró de hacer bromas y lo vieron como alguien “normal y divertido”.
La peor bronca, dice, la sintió con los cuatro escraches de H.I.J.O.S. “No quiero que vuelvan a aparecer”, dice, desde el encierro de su pieza, donde pasa la mayor parte del día. Pero Juan Martín se tranquiliza y vuelve a hablar de Talleres –“volvimos a ser grandes”-. Después, que su papá es sencillo: un hombre “de bien”. Ve más noticieros que películas y en las comidas le da igual si el menú es arroz con queso o salmón rosado.
—No es muy gourmet, es bastante espartano.
—¿Espartano?
—Sí (ríe).
—¿Cómo se reparten los gastos de la casa?
—A papá lo borraron (N de R: En 2001, el Ministerio de Defensa le dio de baja como “general retirado” junto a Antonio Bussi) pero él sigue cobrando la jubilación.
—¿Ustedes sufrieron por ser los hijos de Menéndez?
—Mi viejo sufrió tres infartos. ¿No te parece mucho?
En 2006, Juan Martín fue detenido por la policía en la madrugada de un domingo. “Soy el hijo de Menéndez”, fue lo primero que dijo cuando le pidieron el documento. Olía a alcohol: horas antes había frenado en la puerta de una casa. Allí vio a un nene de ocho años. Salió del auto, se bajó los pantalones y le exhibió los genitales. Juan pagó fianza y recuperó la libertad.
Emilio Salguero, referente de H.I.J.O.S. filial Córdoba, dice que no tiene nada en contra de los hijos de Menéndez, pero piensa que “el dictador” debería estar en una cárcel común. “Los organismos de derechos humanos construimos una condena social. Por algo le dicen el Chacal o la Hiena. ¿Quién puede defender ahora al represor más condenado de la Argentina?”.
Desde que está con prisión domiciliaria, Menéndez apareció caminando por las calles y yendo a turnos médicos sin que los ciudadanos se sorprendieran. El 9 de diciembre de 2015 circuló por Facebook una foto en la sala de espera del Instituto de Cardiología de Córdoba. Estaba solo, de traje y corbata, y sin custodia policial. Nadie reparó en su rostro cadavérico salvo Paola Gramaglia, que acompañó a su padre –militante en los ´70- a un chequeo médico. “No pude hacer más que sacar una foto, y hasta con miedo, pero no podía dejar que esto pase sin más “, escribió en su Facebook.
“Queremos una Navidad en paz”, desea Juan Martín Menéndez desde el otro lado del teléfono. Insiste que ama a sus hermanos, con los que se escribe por grupo de WhatsApp todos los días. En el chalet de Bajo Palermo piensan en hacer asado para las fiestas de fin de año. La familia imagina al abuelo Luciano Benjamín en uno de los sillones de cuero del living, levantando una copa con sus 30 nietos. Allí, en el calor del hogar, es el único lugar donde lo ven sonreír.
Con su máxima suprema: Dios, Patria y Familia.

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De PERIODISMO NARRATIVO EN LATINOAMÉRICA (originalmente en ANFIBIA), 26/01/2016

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