Friday, April 8, 2016

Pelechuco, el encanto del finisterre

PABLO CINGOLANI

En los mapas antiguos, en sus márgenes, en esos "puntos extremos" donde según advirtió Herodoto -el primer historiador que registra la historia humana-, se encuentran por azar "las cosas más bellas y preciosas", figuraba siempre la temible inscripción: Finis Terrae, fin de la tierra.


"Más allá hay monstruos", contrapunteaba la cartografía: esa era la imagen de los confines y quienes se aventurasen por esos rumbos, debían enfrentarse con una terrible, fantástica y críptica población donde convivían gigantes con aves devoradoras de carne humana, hombres con cola o sin cabeza, mujeres de senos cortados.


Aún hoy, los extremos de Europa occidental siguen conservando ese nombre sugerente: el cabo más al poniente de Cornualles es el Land´s End y los extremos de Bretaña y Galicia se llaman Finisterre.


Lo cierto es que, más allá de las supuestas amenazas, siempre hubo hombres que los desafiaron. A partir del siglo XVIII, los viajeros comenzaron a cambiar esa imagen de hostilidad de los extremos y pudieron comprobar que "más allá" había pueblos con culturas diversas pero siempre atractivas en medio de una naturaleza casi siempre desbordante. Es el momento de miradas apasionadas como las de Humboldt o D´Orbigny sobre Sudamérica que terminaron por "descubrir" el continente para los europeos. Con ello, abusando de un feliz juego de palabras de Monteleone, el Mundo se volvió Nuevo.


Pero fue por poco tiempo: vino la Revolución Industrial y el ferrocarril pareció acabar con esa sensación de "fin del mundo" que, definitivamente, muchos creen enterrada con el auge del automóvil y la proliferación de caminos y carreteras. La carrera espacial, paradigma de la desenfrenada eclosión tecnológica del siglo XX, supone con contundencia que ya no hay sitios en este mundo que no sean conocidos, que no hayan sido explorados, que ese "más allá" del pasado ahora hay que referirlo a las otras galaxias del universo. Abran los ojos aquellos que quieran: ¡el fin del mundo todavía existe!


Viejos y nuevos Finisterres


Son los viajeros modernos quienes se han encargado de construir otra imagen del territorio que desmitifique esa aparente "domesticación" de todo el espacio terrestre. Eluard afirmaba que había otros mundos pero que estaban aquí. Sólo era cuestión de encontrarlos. Cuando Paul Theroux salió de su ciudad natal, Boston, en un tren que compartía con quienes iban a sus trabajos y simplemente cambiando de vagones, llegó en "la trochita" –que él bautizó como "The Old Patagonian Express"- hasta Esquel, una pequeña población en la Patagonia argentina custodiada por el cerro Nahuel Pan, sagrado para los mapuches- no sólo se dio cuenta y nos contó que el fin del mundo –su fin del mundo o el fin de las vías- era un lugar que quedaba a 16.000 kilómetros de su casa sino que ese fin del mundo seguía allí para quien lo buscase así sea jalado por una antigua locomotora a leña. La misma certeza nos brindó el canario Román Morales García con su viaje a pie uniendo los dos extremos de América del Sur, desde la caribeña Santa Marta en Colombia hasta la ya mítica Ushuaia en la siempre mítica Tierra del Fuego, luego de tres años y medio de caminatas sin tregua. Detrás de la esencia poética y nómada que cada ser humano atesora, Román también encontró su finisterre, tras haber convivido "con esos hombres que habitan lo imposible, que duermen entre las estrellas y el olvido". 


Quien escribe también los buscó. Encontré varios. Cerca de donde Román terminó su periplo, está el final del camino más al sur del mundo. En la bahía Lapataia, al sur están el Cabo de Hornos y la Antártida, y al norte, Buenos Aires a 3.063 kilómetros y Alaska a ¡17.848 kilómetros de distancia! Otro fin del mundo muy bello e intrigante está en Cucao, la comarca del viento en la isla de Chiloé, la región de los sabios huiliches perseguidos como brujos por el estado chileno. Si te paras en la playa y miras hacia el oeste, ahí está la inmensidad: mira un mapa: ¡No hay tierra alguna hasta Nueva Zelandia! Hay más y siempre bellos: Iruya o esa vez que en San Lucas adentro, en Chuquisaca Sur- Bolivia y buscando el río Pilcomayo, perdimos todos los caminos pero encontramos un OVNI en el cielo. Para los amantes de estas encrucijadas, Bolivia atesora un sin fin de finisterres. Pelechuco, en el corazón de la cordillera de Apolobamba, una sección de la cordillera oriental de los Andes, es el más atractivo de todos ellos.


Un lugar mágico


Para llegar a Pelechuco desde la ciudad de La Paz, como Ulises para arribar a Itaca, es menester superar una serie de obstáculos. Para empezar hay que trepar hasta uno de los pasos de montaña más altos del hemisferio occidental, la Apacheta de Katantika, a más de 4.500 metros de altura. El sitio es sobrecogedor y allí, como producto del derretimiento de los hielos glaciares que forman una laguna, nace el renombrado río Tuichi. El lugar es un sitio sagrado para la cultura local: una apacheta es un altar, un oratorio natural, donde desde hace milenios el viajero rinde culto a la Madre Tierra, a la Pachamama para los andinos, y agradece por haber podido llegar hasta allí y pide permiso y fortuna para poder proseguir su viaje compartiendo unas libaciones con alcohol y hojas de coca con la misma Tierra.


Desde allí, se baja por un camino inverosímil que serpentea en medio de los nevados de la cordillera de Apolobamba hasta llegar al pequeño pueblo donde viven no más de 500 personas, todos de origen quechua, en una villa situada a orillas del río del mismo nombre y encajonada entre las montañas. Allí se acaba el camino y la sensación de fin del mundo es total porque Pelechuco, en verdad, es un lugar remoto.


Durante el Incario, no era así: Pelechuco era un enclave estratégico dentro de la red vial que caracterizó al estado incaico y que aún hoy sigue asombrando al mundo. Uno de los caminos imperiales, Qhapac Ñan en quechua, partía desde la capital, Cuzco, llegando hasta el río Beni, en medio de la selva amazónica. En su trayecto, vinculaba las minas de oro más apreciadas por los Incas, las de Carabaya, los cocales reales de Apolobamba y el mítico reino de los Mojos del Paititi (situado en el actual Beni) con "el ombligo del mundo" como era considerada la capital del Tawantinsuyu. Hoy, los testimonios de este verdadero eje neurálgico de comunicaciones pueden hallarse en toda la antigua ruta y en Pelechuco y sus adyacencias de manera especial ya que desde este punto se abrían dos ramales hacia el valle de Apolobamba, uno por la vía de Mojos y otro por la vía de Amantala.


En el presente, Pelechuco ya no es un distribuidor sino la punta del camino. Más allá, empieza el mundo de "las cosas más bellas y preciosas". Al sur, se sitúa el sagrado Akamani, montaña tutelar de la cultura más misteriosa de América, la de los Kallawayas, eximios herbolarios y médicos naturistas de fama mundial. Al oeste, continúa la cordillera de Apolobamba, el muro de piedra y nieve que es preciso atravesar para alcanzar el Perú. Al norte, las montañas se van desvaneciendo y cubriendo de vegetación selvática, los ríos caen con vértigo, y uno de ellos, el Mosojhuaico, está sin explorar desde el siglo XIX cuando los cascarilleros lo recorrían en busca de árboles de quina. Al este, se sitúan las antiguas carreteras incaicas y la montaña se va volviendo serranía cubierta por el bosque seco del valle alto del río Tuichi. Esta fue la vía principal de ingreso de los buscadores de la versión local de El Dorado, el ya aludido Paititi, de los sacerdotes que fundaron un conjunto misional poco conocido por la historia, de aquellos que extraen de la selva sus recursos naturales como la quina, el copal, el incienso, el caucho. Pelechuco, como consta en su acta de fundación que data de 1560, siempre fue la "puerta de ingreso". Centro comercial, nudo vial estratégico, las huellas de ese pasado están ahí, al final de un largo camino desde la ciudad de La Paz.


La Casa Franck


Una de los vestigios de ese esplendor pasado es, sin dudas, la conocida como Casa Franck. La inmensa vivienda posee 68 habitaciones y está asentada en una enorme roca que lamen las aguas bramadoras del río. En una de sus galerías, el coronel británico Percy Harrison Fawcett se hizo tomar el más famoso de sus retratos, aquel donde se lo ve de pie, con ese gabán de explorador que también caracterizaba a El Corto Maltés, altivo y sereno, a punto de iniciar una de sus expediciones que lo llevaría hasta la cuenca del río Alto Tambopata. Era 1911 y quien lo alojó fue el ya entonces mítico propietario de la casa, don Karl Adam Franck, Carlos en Sud América, miembro de una familia de origen francés pero que había emigrado a Alemania por motivos religiosos.


Franck introdujo a Fawcett en los secretos de la región. Lo que más impactó al inglés fue la historia de los Kallawayas, "gitanos indios (…) veterinarios, herbolarios o adivinos (…) se les reconocen poderes ocultos", como anotó en sus memorias. Los Kallawayas –de donde proviene también la palabra Carabaya que nombra a la cordillera del lado peruano y a las minas de oro del Inca- signan la cultura de la región, además de haber conformado un señorío pre-incaico en la zona. Sus conocimientos de la flora y la fauna locales eran abrumadores y sus descubrimientos aplicados a la medicina eran tan vastos que ejercieron como médicos oficiales de la realeza incaica. A pesar de haber sido perseguidos como brujos por los españoles y estigmatizados como curanderos durante la república, los Kallawayas han sobrevivido y su saber ha sido reconocido por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad. Franck contó a Fawcett como habían sanado a su hija lisiada, tras los infructuosos esfuerzos de los médicos alemanes por curar su mal.


Fawcett se sorprendió de lo narrado pero Franck fue contundente al afirmar: "Viviendo en estos lugares retirados, muy próximos a la naturaleza y lejos de la precipitación y bullicio del mundo exterior, se experimentan cosas que un forastero puede considerar fantásticas, pero que para nosotros son comunes". Tal vez, esa frase sigue retratando a la perfección el clima mental que envuelve a uno cuando llega a Pelechuco. Ni más, ni menos, ese es el encanto de uno de los últimos finisterres de la Tierra

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Del archivo del autor

Imagen: El finisterre gallego
Imagen 2: Pelechuco/Fotografía de P. Barrón

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