Thursday, May 19, 2016

Onibaba

KUROI YUME

Ahora que el cine de terror oriental está siendo expoliado por los USA, ahora que empiezan a acabarse esos esquemas de terror tan originales que hace unos años nos sorprendieron gratamente a todos, ahora es cuando más merece la pena volver a los orígenes de ese cine, y desde los fundamentos y tópicos primigenios, hacer una síntesis y un voto de renuncia a la bazofia que nos intentan hacer tragar.


Hace un tiempo hablé de esa obra maestra del cine japonés que es “Kwaidan, El Más Allá”. En ella, siguiendo ese gusto tan japonés que es autoversionarse, rehacer, y recrear, vemos cuatro de las leyendas de terror clásicas de esa cultura tan peculiar. Podemos decir que casi todo el terror japonés-coreano-chino actual viene de esas historias de fantasmas (“kwaidan”), que no son más que cuentos y leyendas pseudorealistas que fueron recogidas infinidad de veces en antologías del terror. De esas historias nace la mujer como elemento secundario, sumisa e instrumento sexual habitual de una sociedad machista, pero que alcanza todo su poder castrador de ira y venganza una vez muerta (no os suena a Sádako, o a muchas otras). Mujer como instrumento del mal, totalmente despersonificada de facetas humanas (ese largo cabello negro sobre las facciones), pero con todo el poder de los elementos a sus espaldas, habitualmente el agua, elemento de respeto, veneración y terror para una población isleña que cree que el agua estancada está llena de espíritus malvados y que por eso apenas sabe nadar (aunque también encontramos otros elementos como la nieve, el viento, etc…).

Si a la mujer como elemento habitual, le juntamos su politeísmo y las personificaciones antropomórficas radicadas en el sintoísmo, nos encontramos extrañas historias en las que animales y dioses (habitualmente astutas zorras o taimados tejones) se enamoran de humanos y acaban siendo castigados por su osadía.

En este nivel encontramos un personaje de leyenda habitual, uno de los “Oni” (ogros o demonios) más conocidos de Japón, que ha pasado al teatro de máscaras Noh y de marionetas Bunraku: el demonio femenino “Hannya”.

Personificada habitualmente con una horrible máscara, las historias habituales la presentan como una bellísima mujer que para su desgracia se enamora de un joven monje. Debido a ese amor prohibido y al castigo recibido, ella acaba convirtiéndose en un terrible “oni“, imagen de la ira y de la venganza. Asume así el rol del demonio más terrorífico, capaz de asustar tanto al resto de demonios como de enemigos.

Esa es la causa de que su imagen fuera usada como amuleto por los grandes guerreros, ansiosos por atemorizar a los contrincantes. Así, pasó a convertirse en un extraño amuleto de buena suerte, a costa de atemorizar a cualquier persona que intente cualquier mal al portador.

En varias de las historias que se cuentan sobre Hannya, es la entidad unida a Roshomon, una de las “puertas” (en el sentido nipón de la palabra, algún día lo explicaré) de Kyoto. Entidad que perseguía a cualquiera que se atreviera a cruzar dicha puerta.

Con todo esto, es fácil entender más profundamente el argumento de “Onibaba” (menudo rodeo he dado, ¿¡eh, chicos?!), clásico indiscutible del fantástico japonés, y una indudable obra maestra del Séptimo Arte.


En Onibaba, encontramos una historia sobre las guerras civiles de la edad media japonesa, pero vista desde el lado de los pobres. No seguimos a grandes y heroicos samuráis, sino a dos paupérrimas mujeres que se ganan la vida asesinando a traición a los desdichados desertores y vendiendo sus armaduras y armas.

Toda la película transcurre cerca de Kyoto, en el mismo campo de altísimas hierbas, asfixiantes tanto por su densidad como por la maravillosa iluminación del blanco y negro en el que está rodada la película. Una ambientación brillante, luminosa; que en las escenas nocturnas otorga un brillo espectral a ese campo que se convierte en un personaje más. Pero no en el sentido más tópico, si no como catalizador de las desdichas, pretexto y símbolo de la corrupción humana.

Estas dos mujeres, esperan la vuelta de un hombre, su hijo y esposo, un hombre que nunca llega para salvarlas de esa situación. Y es debido a su muerte en plena deserción y a la vuelta de un vecino, que se ven envueltas en una cruel pantomima de miedo, fantasmas, hannya y maldiciones.
 

Celos, Sexo, Muerte, Miedo y una máscara de hannya que se convierte en símbolo de la más oscura y profunda depravación moral humana.

Aquí juega de nuevo un espectacular papel ese blanco y negro, en ocasiones forzado y espectral, foco que ilumina como si fuera un escenario teatral (o una viñeta de cómic) esas partes, caras u objetos que deben quedar resaltadas (al más puro estilo cine negro clásico).

Y el Sexo, figura inseparable de la Muerte en el género de terror, cobra aquí tintes de escándalo tratándose de una película de los 60, y la profusión de desnudos altísima. Y más si tenemos en cuenta las fieras leyes en cuanto a exhibición del sexo en el país del sol naciente.

Y la aparición de Hannya, dándole un toque realista al basarse en la tradición del guerrero enmascarado, es especialmente impactante: angustia, dolor, terror, odio y venganza reflejados en el rictus de esa máscara especialmente remarcada por los llantos de miedo y por esa banda sonora tan brutal, básica y rica en matices.

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De TIERRAS DE CINEFAGIA, 2006 

Imagen: Afiche alemán del filme

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