Tuesday, November 1, 2016

Borges visita a Graves

PABLO CINGOLANI

Borges visitó a Robert Graves en Deyá, en Mallorca, la isla del Mediterráneo que fue su morada elegida. Era 1981. Anotó, con crudeza, el poeta no estaba agonizando, sino, simplemente, muriendo. Agonizar es luchar; morir es otra cosa. Es, simplemente, eso. 
Narra Borges que a Graves lo rodeaba toda su parentela –hasta un nieto posado en sus rodillas inmóviles- y algunos peregrinos, “entre ellos, creo, un persa”. Bien de Borges creer que hay persas en todos lados. 
Graves no hablaba, ni oía, ni veía, “el alma estaba sola”, anotó Borges, totalmente sola no –acotaré irreverente- tal vez, estaba sola pero con la Diosa Blanca cercándolo, amparándolo, más plena que nunca. 
Ven a mí, susurraba la Madre a sus oídos partidos que no podían escuchar otra cosa. Ven a mí, y se mostraba feroz en sus dominios, esos que Graves recorrió con avidez mejor que ninguno, a unos ojos que sólo podían verla a Ella, y a nadie más.
La tristeza acude siempre a ciertas citas. Despedirse de la vida es uno de esos momentos. Graves se estaba muriendo. 
Por lo mismo, porque no hay muerte si no hay vida, porque lo que importa es la vida, porque si Yeats hubiera estado allí, más allá del dolor (Yeats se estuvo muriendo casi siempre), hubiera vuelto a sentenciar que la belleza es verdad y la verdad belleza –una máxima que Robert Graves honró como pocos, por eso la cita era en Deyá y no en otra parte-, es que Borges cuenta que la mujer del poeta los despidió de ese encuentro –estaba con María-, desde la puerta del jardín de nogales de la casa, con estas palabras: ¡Ustedes deben volver! ¡Este es el Paraíso! (Borges escribió en su texto: You must come back! This is Heaven!) 
Graves seguiría inmóvil, cautivo de la Diosa, cuatro años más. Borges, que volvió a visitarlo al año, moriría a su vez en 1986. Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo, uno de los más exquisitos escritores de todos los tiempos, acudiría a la cita en Ginebra, Suiza, a donde además reposan sus literarios huesos. 
Borges no podía dejar de ser Borges, y de su encuentro con Graves moribundo, no pudo evitarse dejar su marca, su eterna marca, la que lo volvió inmortal. Escribió, para el suplemento literario del periódico de Mitre, La Nación, de Buenos Aires, el año 1983: “El lector no habrá olvidado La Diosa Blanca; recordaré el argumento de uno de sus poemas”. 
Como otro alter ego del mismísimo Pierre Menard de sus ficciones, Borges escribe el mejor epitafio que jamás un hombre hubiera merecido, y yo lo transcribo aquí, en homenaje a estos dos seres irrepetibles que llenaron mi vida, como quería Yeats, de belleza y verdad. Aquí va, en testimonio de fe también para todos mis muertos:

Alejandro no muere en Babilonia a la edad de treinta y dos años. Después de una batalla se pierde y busca su camino por una selva durante muchas noches. Al fin ve las hogueras de un campamento. Hombres de ojos oblicuos y tez amarilla lo recogen, lo salvan y finalmente lo alistan en su ejército. Fiel a su suerte de soldado, sirve en largas campañas por los desiertos de una geografía que ignora. Un día pagan a la tropa. Reconoce un perfil en una moneda de plata y se dice: Esta es la medalla que hice acuñar en la victoria de Arbela cuando yo era Alejandro de Macedonia.

¡Son 108 palabras! ¡Delinean, definen, un mundo y lo celebran de la manera que sólo la poética puede hacerlo! Conservo el recorte del diario pegado en un cuaderno y ese fervor me guió, ya, toda una vida, me atrajo a estos cerros, me clamó para que los sintiese, adentro, como en un espejo, como esa moneda donde Alejandro se reflejó como un guerrero más, como un poeta más, como un amante feliz y dichoso de haber asistido, como canta Caetano, a guerras y fiestas inmensas (escuchar Peter Gast) y sobrevivir, seguir viviendo, sin ser Alejandro, sin vanidad, sin orgullo, sin otra metáfora que la vida misma, que se vive, poéticamente, y nada más.
Siempre sentí que la verdad y la belleza estaban escritas en esas 108 palabras y que no cabía otra tarea más que honrarlas. Graves nos alertó sobre la devastación y la destrucción de los ámbitos de lo sagrado, de los santuarios de la poesía, esa pura y dura que alienta e inspira y reclama la Diosa Blanca. Borges, desde el Sur, supo entender nuestras desdichas (acabar, aniquilar, arrinconar nuestra poesía originaria, ¿quién no se conmueve frente a su historia del guerrero y la cautiva, que son todas nuestras historias desde Alaska hasta la Patagonia, narrada en su clave, en su cifra, de la manera que sólo Borges pudo hacerlo?) y embellecerlas y volverlas verdaderas, como nadie. 
Pienso, ahora, en los Ese Ejjas y en todas sus magníficas leyendas de la selva amazónica que los crió, tan nutrientes y vitales como las que tuvo nuestro pueblo-guía del mundo occidental, nuestros hermanos los griegos, el pueblo del mismísimo Alejandro. 
Pienso también en los Yámanas, los Yaghanes, o en cómo quieran llamar al pueblo autóctono que habitó el confín de todos los confines, el sur del sur del mundo, y su idioma de más de treinta mil palabras, sólo unas 800 palabras para aludir y definir al viento, a todos los vientos. 
Pienso en cómo los despreció Darwin y todo el conocimiento occidental y me dan ganas de llorar, de llorar de pie, por toda la poesía que perdimos, por toda esa poética que se perdió en ese mismo viento, si (acaso) un tipo como Graves los hubiera conocido, hubiera compartido su saber y su gloria poética y los hubiera escrito. Pienso en Kusch, nuestro Kusch, cuando habló de no perder nuestro cordón umbilical con la tierra y con él árbol. Pienso en Man Césped, en Arguedas y sus ríos profundos, pienso en Quintín Lame…
Buena leche, mi hermano: Es tiempo que nos demos cuenta que la poesía también habita en nosotros, los de este lado del mundo, los del Sur del mundo occidental, los mestizos que pretendemos anular todo un bagaje y una marca poética que no comprendemos porque nos arrasa esa TV que tanto adoramos, cuando es sólo un aparatito que podemos acabar con una buena patada. 
Es momento de abrirse al misterio, de seducirse, como lo hizo Borges frente a un Graves que ya no podía decirle más nada. 
The answer, my friend, is blowing in the wind: Bob Dylan, Dylan Thomas, Yeats, Holderin, Borges, Robert Graves, los Ese Ejjas, los Yámanas, Alejandro Magno, el Mío Cid, Lautaro, Calfucurá, la copla, la baguala, el huayno, la vidala, la zamba, el blues y el rock and roll: Spinetta y Led Zeppelin, Rodolfo Gunther Kusch, Quintín Lame, todos, juntos, componen y conjugan la canción que deberíamos estar escuchando a cada rato, y siempre.
Si vos querés, te lo digo al revés: la respuesta, mi amigo, está flotando en el viento: José María Arguedas, Mariátegui, Tizón, Calfucurá, los yámanas, los Ese Ejjas, los Siona (y mi amigo Lobo, que vive y resiste, allá en la selva de Sucumbíos), Kusch, Quintín Lame, San Martín, Martí, Perón, Evita, Gaitán, Jaime Bateman, Bob Dylan, Led Zeppelin, The Incredible String Band, Miles Davis, Coltrane, Piazzola, Marley, Bob Marley, Hendrix, Violeta Parra, el Che Guevara, los Uturuncos, Haroldo Conti, Fernando Abal Medina, el Negro Sabino Navarro, Santucho, todos, juntos, componen y conjugan la canción que deberíamos estar escuchando a cada rato, y siempre.
Desconéctate, viví. 
Luchá, sentí.
Borges honra a Graves moribundo: es uno de los mejores Borges que conozco. Honro a mis compañeros y a mis amigos muertos, a través de este texto. Que la muerte, que ahora nos convoca, que las almas que llegarán mañana, recirculen y revivan en nuestros jóvenes: que ellos sientan que no estamos muertos, que la poesía tampoco, que todavía cantamos, que la vida y la poesía son lo mismo, que si queremos cambiar al mundo, sólo hace falta eso: unir vida y poesía en un mismo lazo, y hacer de la vida, poesía, la poesía vida, como anheló Yeats, como lo queremos todos los que aún no nos rendimos y no nos rendiremos jamás. 
Alejandro no muere en Babilonia a la edad de treinta y dos años…Alejandro no muere, los yámanas no mueren, Janis Joplin no muere,  no morirán jamás, si no los queremos matar en nuestro corazón, si no los queremos volver a matar en nuestro espíritu. 

Río Abajo, 31 de octubre de 2016

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Foto: Robert Graves rodeado de cartas de sus lectores


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