Thursday, February 2, 2017

Doce horas de un madrileño en Barcelona

IGNACIO PEYRÓ

De vuelta de Barcelona. Me separo menos de Madrid que el oso del madroño, por lo que suelo tomarme cada desplazamiento como un desafío logístico del orden de la batalla de Austerlitz. Hoy, sin embargo, me ha tocado ir y volver en el día, y a la felicidad de ir ligero de equipaje se ha unido la felicidad de cogerme -¡vivan los asuntos propios!- un lunes del trabajo. A veces el mundo cuadra para bien. Ahora garrapateo estas líneas en el AVE con toda voluntad de no quedarme dormido y ninguna esperanza de entender mi letra. Por fuera atravesamos una España oscura, y no me refiero a ningún sentido metafísico, sino a su literalidad ramplona: hace mucho que es de noche. Eso nos impide ver, a través de la ventana, algunos de los paisajes más feos del país. Consigno con fastidio que -igual que esta mañana- no me ha tocado al lado la guapa del vagón.

09h
Al llegar a Barcelona, ahí está esa bruma indefinible -esa luz inusual- que siempre tienen las ciudades con mar a ojos de un mesetario, acostumbrada la mirada a un contorno más tajante de las cosas. Como sea, siempre hay un placer en echar a andar por ciudad ajena en día laborable: libre de las escenificaciones tribales del fin de semana, Barcelona aparece doméstica y natural como si acabara de salir de la ducha, llena de comerciales de Mapfre que van a hacer la peonada y de profesoras de primaria que se retocan el maquillaje en el espejo del coche. Yo hago lo que suelo hacer en casi cualquier circunstancia: meterme en un taxi.

9h15
Voy hasta la Ciudadela con idea de ver el Parlament -ahora tan mediático- y los jardines. Uno siempre había admirado en Barcelona la lógica vital de construir puerta con puerta, allá en el Tibidabo, un parque de atracciones y un templo expiatorio, pero situar el Parlament junto al zoológico, aquí en la Ciudadela, exige un don superior para la autoironía. En el parque, las filas de topiarios tienen un brillo de fantasía entre el resol de la mañana y el rocío de la noche, pero me falta tiempo para el arrobo lírico porque estoy desorientado y no sé dónde cae el Parlament.

Irónicamente, en Madrid pensamos que en Barcelona todo el mundo debe de practicar tai-chi por las mañanas, pero en la primera hora del parque no hay nadie o casi nadie para darme una indicación.

En una primera batida encuentro a dos chicas que, por su rubio frisón y esa cara de agotamiento que sólo puede provocar el frenesí turístico, intuyo que no me sirven. Luego, por fin, veo a lo lejos a un hombre que empuja un carrito y va hablándole al niño en voz muy alta, con ese impudor afectivo, nada ingrato, de los adultos con sus bebés. El hombre no me mira muy bien: como voy con traje y corbata, tal vez piense que estoy citado para declarar en una subcomisión o que me dedico a comprar a concejales de urbanismo. En todo caso, durante un rato “me sabe mal” -por usar una expresión tan catalana- haber interrumpido la dulce plática paterno-filial, quizá el momento más alegre de su día.

Al llegar al Parlamento, no hago mucho más que mirarlo e irme: es esa hora en la que aparcan las furgonetas del avituallaje de la cafetería, del electricista que va a hacer alguna chapuza, etc. Lo tacho de la lista y doy la vuelta rumbo a Santa María del Mar.

10h
Quizá podía haber tramado un café con alguien, pero mis amigos barceloneses no tienen mucha pinta de amanecer antes de las once de la mañana, y tampoco quería prescindir de esta pequeña terapia de soledad -dos horas de vagabundeo sin afán.

Ante todo, no quería prescindir de Santa María del Mar. Camino a la iglesia, voy recordando cuánto me deslumbró de joven: por entonces tenía que venirme hasta Barcelona en coche, y mis dietas de subsistencia me daban para poco más que pasear arriba y abajo con las manos en los bolsillos y pararme ante los escaparates con mirada de desamparo. Fue así que entré un día -y desde ese mismo día he querido volver.

Y ahí, a cinco minutos, estaba de nuevo la iglesia, erguida en piedra, con esas proporciones que parecen regidas por no sé qué música divina, con la nave guiada -alzada- por una geometría capaz de activar el sensor de la trascendencia en el neocórtex. De pronto, es como si, al franquear la puerta, no nos encontráramos aquí, sino súbitamente realojados en los atrios de la Jerusalén celestial, tocando la pandereta, en compañía de un chino con mochila y dos turistas mexicanas. Y, en verdad, algún recogimiento ha de inspirar el lugar para que los paseantes nos sentemos y guardemos una cámara incapaz de apresar el misterio. Misticismos aparte, celebro todavía que la iglesia tenga lampadarios con velas de verdad y no esas velas eléctricas que parecen la mesa de mezclas de un DJ. Hasta había un señor -ojalá que sacristán- afanado en recoger la cera derramada.

Al salir por la puerta, sin embargo, un pensamiento viene a herirme: ¿y si ya no hay otra vez aquí? Ya he llegado a esa edad en la que uno ve las cosas como si tal vez no volviera a verlas nunca. O, al menos, al momento en que uno se pregunta si las volverá a ver.

10h30
Antes que ir preguntándome sobre la vida y la muerte prefiero pensar en cosas más inmediatas, notamment el desayuno. Por suerte, la Boquería coge al lado: de la vida del espíritu a “los alimentos terrestres”, todo lo importante está cerca.

En el mercado brujuleo un poco entre los puestos y, en medio de la masa foránea, uno podría sentirse un holandés más sino fuera porque ya sabemos que los turistas siempre son los otros. Dan ganas de preguntarse si los buenos comerciantes no preferirían vender más pescadillas y que les hicieran menos fotos. Pero hemos venido a lo que hemos venido, y me acerco al bar Pinotxo para comprobar con desolación que debe de figurar con preeminencia en el Tripadvisor de los Emiratos Árabes Unidos: de una parte de la barra todo son turistas; de la otra, en cambio, las estrecheces de la cocina propician una coreografía fantástica por la que cinco o seis personas son capaces de guisar, de atender y de llevar platos –cap-i-pota, garbanzos, callos, calamares- en un par de metros cuadrados sin que haya heridos. Una mujer va cantando las comandas y un camarero llama “guapo” –“guapu”- incluso a los clientes como yo.

Tras una colación modesta para los estándares gargantuescos de la casa, salgo ligero y bien calefactado Ramblas arriba, fantaseo con fumarme un puro, rechazo la fantasía y mis zapatos parecen dirigirse por sí mismos a la tienda de Bel.

10h45
Al pasar por plaza de Cataluña no deja de sorprenderme el desarreglo urbanístico, pero la vista se las arregla para buscar sus consuelos: una serie de esculturas femeninas -quizá Llimona o Clarà– le dan una gracia redentora, en el punto de encuentro exacto entre la sensualidad y la elegancia. “Són nimfes catalanes que et vénen a abraçar”. Me apenan dos cosas, sin embargo: la primera es que -en la balumba de la plaza- nadie se fijará en ellas, como una belleza inútil. La segunda: abaratado el misterio de los cuerpos, cuesta pensar que hoy alguien dedicara tanta demora, tan fino amor, tanta observación de delicadeza para modelar a una mujer como un deslumbramiento.

En un semáforo, un hombre y nos quedamos mirándonos: es un dependiente de Bel, y lleva una de las dos o tres corbatas que, incluida la mía, veo en toda Barcelona.

11h
Dice mucho de la reverencia de Bel que, mientras el centro de la ciudad es un hormigueo de estudiantes de Wichita y contables de Nagasaki, el silencio de la sastrería sea denso como en el interior de una mastaba. Es lo normal: hasta las paredes parecen forradas de lana cachemira, al menos allí donde no hay cuernas de animales muertos. En este lugar, levantar la voz parece tan impropio como una carcajada en la capilla Sixtina.

Bel es lo que la prosa de agencia de viajes suele llamar una tienda “selecta”, y en verdad que el filtro de entrada es muy estrecho: cosa rara en los comercios de su ambición, anuncian los precios en el escaparate, con intención tanto de disuadir a las huestes bárbaras como, quizá, de atraer a los jerarcas rusos. Todo esto implica que en Bel hay que embridarse las pasiones más que en la visita a un serrallo, y después de trastear por la tienda -con un estilismo menos asimilable al del lord inglés que al del proxeneta mediterráneo-, me limito a hacerme la chaqueta que quería hacerme. Van y vienen las telas, vuela la pañería fina: “all the decent drapery of life”. Me alegra ver, como una contabilidad del XIX, mi vieja ficha de cliente: “Sr. Peyró. Avisar en septiembre”. Al salir de Bel siempre se sale a un mundo más áspero, y cuando cierro la puerta me acuerdo de aquel dependiente, ya jubilado, que me dijo que tenían más clientes en Madrid que en Barcelona. Sería para halagarme, pero bendito sea aquel hombre tan señor: al contrario que tantos dependientes, creía que su trabajo era ayudarte y no sólo soportarte.

11h45
Cinco minutos a pie hasta que recalo en el Palace (antes Ritz). Es el tipo de ensoñación que nos permitimos en una ciudad ajena. La media mañana en los hoteles tiene una intimidad -valga el oxímoron- majestuosa. Me divierte pensar que un café entre estas cretonas crepitantes cueste menos que cualquier caramel macchiato para llevar. Dogma de fe: fuera de casa, lo mejor es ir al baño en un hotel de cinco estrellas.

12h
Al salir del hotel termina la terapia de soledad, y avanzo Diagonal arriba hasta un buen portal de Balmes, donde un amigo me espera en su casa para tomarnos la foto de la portada de un libro. Todo está preparado: un chester, un fondo de grave boiserie; también, esa resignación con que ofrecemos a la cámara un material humano imperfecto, mientras movemos los brazos o dibujamos una sonrisa con la docilidad de los títeres. Cada vez que la fotógrafa nos pide que nos miremos me entra un ataque de hilaridad irresistible: aguantarle la mirada a mi amigo es como mirar frente a frente a Asurbanipal, de modo que en las fotos salgo finalmente con los ojillos húmedos de quien acaba de reír. Aprovecho la hospitalidad para mirar con anhelo los libros, tomar un chorro de buen whisky y pasar un rato con el comentario de las jornadas que le van a hacer a Carlos Pujol. Cuando la editora me ha preguntado esta misma tarde dónde estaba tomada la foto, le dije que en Barcelona, pero que lo suyo sería poner que se tomó en los Cuarteles de la Infantería Húngara. Ha aceptado.

14h
Se supone que lo de venir a Barcelona -“capital editorial del español”- es algo que siempre hacían los escritores de verdad y, aunque uno en estos desplazamientos tienda a verse más como un viajante de azulejos, he quedado a comer con quienes podríamos llamar dos prohombres de la cultura. Antes que eso, sin embargo, son amigos, y la mezcla de la amistad y la cultura desemboca donde tiene que desembocar: vamos a estar hasta las siete de la tarde tomando copas. Hablamos de excursiones a La Vera o a Baqueira, de mujeres, de dinero, de líos de faldas de señores graves a quienes uno no imaginaría capaces de enamoramientos becquerianos. En mi experiencia social, estas comidas gremiales a tres, cuando no hay vanidades que defender, son una ocasión inigualable -la definición más risueña de lo social. Caen dos botellas de un Ródano excelente y, cuando tenemos que tratar de las cosas serias, estamos todos ya en un estado de gran esponjamiento. Somos jóvenes aún, qué va a hacerse, y no dejo de observar una cortesía: también ellos se han tomado libre la tarde.

17h30
El día barcelonés se va acabando. Recalamos en un hotel de lujo que, de no estar avisados, quizá hubiéramos podido tomar –todo maderas, ningún adorno- por un pabellón multiusos en Velilla de San Antonio. Ahí tampoco tomamos agua mineral. Pronto nos despedimos con un abrazo menos barcelonés que madrileño.

18h45
Para desconcierto del taxista, me empeño en llamar plaza Cambó a la plaza Macià. Nos hubiésemos entendido mejor de haberme referido a ella por su nombre de siempre: Calvo Sotelo.

19h
Es el último encuentro de la jornada, con un señor importante que, sin motivo alguno, siempre me ha tratado bien. Creo que no es por eso por lo que le tengo aprecio -aunque no resta-, sino por su sobriedad, su ecuanimidad, su mezcla de hombre de cultura y hombre de familia, su identificación, tan visible, con Barcelona -o un enamoramiento no menor de los libros. Nunca falta tema para la charla, siquiera porque tampoco faltan muchos amigos comunes, pero se trata más de ponernos al día, del pequeño consuelo de saber que -tras un buen tiempo- a los dos nos va bien, tenemos alguna ilusión, algún proyecto, trabajo entre manos. Y uno agradece que existan personas como él, que le quitan cutrez al cucaracheo irremediable del escribir, aunque sólo sea por esa elegancia del espíritu de que un señor importante no desdeñe a un pigmeo. Nos despedimos en la misma esquina exacta en que nos despedimos la última vez. La terraza del Sandor ya va teniendo su petite histoire en mi vida.

20h
En el momento del último adiós pasa ante nosotros, rozagante, con un abrigo color marrón cremoso, un rostro bien conocido. Es uno de esos políticos simpatiquísimos que han sabido entrar y salir de todos los agujeros negros de la política desde la Transición hasta nuestros días, fuera en Madrid o Barcelona. Hablamos de un hombre ya de una edad, pero -me doy cuenta- con una pinta excelente. Mi amigo lo achaca a que frecuenta el trato con mujeres, y es verdad que podría tener esa sonrisilla un poco dulce de quien viene de pecar. Le saludo como si fuéramos amigos para siempre.

20h15
Barcelona es -como suele decirse hoy- un gran destino gastronómico, pero por las prisas me tengo que meter en el primer lugar que encuentro en la Diagonal (y que no sea una franquicia con sede en Milwaukee) para tomar algo. Pregunto qué tienen bueno y el camarero me recomienda unas bravas que, efectivamente, debieron de estar buenas tres días atrás. No todo es apoteosis.

21h15
El día se acaba. Canción triste de estación -los relojes de los andenes siempre tienen algo de irremediable despedida. Nos hemos perdido una cena monumental en Barcelona, el tacto de las sábanas de un hotel desconocido, alguna conversación de las que alimentan la inteligencia. Pero estos días -de tanto contento- tienen algo de trampantojo: en un rato llegaré a mi cama, como siempre, y mañana -como siempre- habrá que saludar al vecino sin ladrar, salir vivo del atasco, pasar el día trabajando, perdonar a los que nos ofenden y escribir, escribir, escribir. Pero quizá sea una bendición oculta que la vida tienda a repetirse.

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De DIRCOMFIDENCIAL, 02/02/2017 

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