Thursday, February 16, 2017

Coração birmanês

PABLO CINGOLANI

Desde el núcleo duro de la Tierra, el centro de Asia, las últimas estribaciones del Himalaya, desde se vuelcan y deslizan hacia el sureste y culminan en territorio birmano. Este extremo del macizo montañés más compacto del planeta, con picos de nieves perpetuas que superan los cinco mil metros de altura, es poco conocido aún en el presente.

En realidad, Birmania toda sigue siendo una nación misteriosa, más allá de sus fronteras, por motivos que exceden este escrito. Los primeros occidentales que se acercaron a sus costas fueron navegantes portugueses, a principios del siglo XVI. Uno de ellos se llamaba Eusebio Dutra Lima, oriundo de Oporto, capitán de méritos indudables. Un día de 1544, reconociendo las indómitas islas del Mar de Andaman, una tormenta lo desvió hacia el continente donde recaló en los muelles del puerto de Martaban, en la Baja Birmania, donde fue recibido por el rey de Pegú, uno de los señores tribales que gobernaba el país, y una multitud alborozada de sus súbditos.

Advertido de la feliz consecuencia de su cambio de rumbo, Dutra Lima estaba deseoso de penetrar el territorio hacia el norte, hacia las cordilleras de hielo de las cuales le anoticiaron unos emigrados pescadores chinos de unas aldeas que había visitado en el golfo bengalí. Ellos habían llegado desde allí, caminando años.

El Rey de Pegú –cuyo nombre era U Maung- no negó el permiso a Dutra para introducirse en la Alta Birmania –no eran sus dominios, al fin de cuentas- pero, a la vez, narró al marino los peligros que enfrentaría a su paso: pueblos salvajes devoradores de gente, cocinadas como puercos; pueblos malignos que empequeñecían gente, inoculando extrañas sustancias por los pies; pueblos de dementes que petrificaban gente, y la arrojaban dentro de volcanes. Y mucho más. Serpientes inmensas capaces de tragarse un elefante entero o dos búfalos juntos, plantas venenosas que si eran tocadas provocaban la pérdida de la memoria, ríos con garras, arañas que hablaban, alacranes que hipnotizaban y un sinfín de calamidades que era preferible evitar.

-Mi palacio es tuyo- exclamó U Maung-, está lleno de jade y de doncellas, repleto de marfiles, faisanes y sedas. Quédate conmigo, amigo forastero, y cuéntame de Lisboa. Dicen que sus iglesias son más altas que mis pagodas…

-No- lo cortó en seco Eusebio Dutra y enfatizó: no hay nada comparable en Lisboa a la belleza e inmensidad de tus pagodas. Somos un pueblo pobre, su Majestad, debemos dejar atrás nuestro hogar porque hay años donde sólo comemos sardinas y sólo sardinas y quisiéramos dejar de padecer tanto…

U Maung no dijo más y encomendó a su mejor cartógrafo que ayudara al portugués en sus afanes por llegar a los confines secretos del mundo birmaní.

U Nu era el jefe de cartógrafos reales de Pegú. Sus viajes eran legendarios: sin disimulo, los cortesanos, contaban de él que no sólo había visto las nieves, sino cruzado los tremendos montes donde ella se aprisiona, y que del otro lado, al norte, había atravesado arenas infinitas donde hubo de enfrentar demonios y aves monstruosas que casi devoran sus ojos. De hecho, le faltaban dos dedos de una mano: un tigre de las selvas de Siam se los había devorado en una pelea memorable que era recordada, inclusive, por las floristas y los artesanos del bullicioso mercado de Martaban.

Uno de ellos –otro chino, por cierto-, fue el primero que habló a Dutra del “Corazón de Birmania”.

¿El “Corazón de Birmania”? Sí. Un rubí del tamaño de un coco que, según dijo el hacedor de cestas, estaba resguardado en un cofre, detrás de una pequeña estatua de Buda en un templo demasiado antiguo en una aldea de esa Alta Birmania a donde Dutra pugnaba acceder.

Cuando en sus afanes, el capitán Dutra trató de obtener mayor información por boca de U Nu, éste le aseguró que esas eran habladurías del populacho y que jamás de los jamases en sus incontables viajes había visto semejante maravilla y que si él, que conocía Birmania como si fuera su jardín o su mano entera, no lo había encontrado, pues, simplemente, mi Señor de Portugal: tal rubí no existe, el Corazón de Birmania no existe.

Más allá de su escepticismo, y por orden del Rey, U Nu entregó a Dutra un mapa trazado por su propio puño –un mapa precioso, labrado en tintas de añiles rojas, negras y azules- sobre el camino hacia las montañas de nieve.[1]

El mejor hombre de Dutra Lima era Alves, Caetano Alves.

Alves era un explorador invencible. Un titán de la travesía y de la geografía. Azoriano de cuna, su familia era de tradición ballenera. Alto, macizo: parecía árbol. Algo más que niño, tomó una canoa y se fue remando con su amigo Julián hasta la Mauritania, donde siguiendo sus huellas, convivió con los tuaregs en sus campamentos. Ya crecido, partiendo desde la isla de Zanzíbar, desembarcó en la costa tanzana, y dos años después, apareció en los burdeles de Argel. Una verdadera proeza. Un bajel español lo rescató de esas playas y un salvoconducto del mismísimo Carlos de Habsburgo, en mérito a su valor, le había permitido regresar a Lisboa. Dutra lo conoció en una taberna de mala fama donde Alves contaba a voz en cuello -y a carcajadas y carajazos- sus historias y no dudó en contratarlo para que lidere sus exploraciones continentales.

Mira, Alves, mira esta belleza: esta es la Alta Birmania –le dijo, desplegando el mapa que le había entregado U Nu, extendiendo su mano sobre su superficie como si acariciase la crin de una yegua o el cabello de una princesa-, según pude averiguar con mis informantes chinos la aldea se llama Bamar Shan, está a orillas de un lago inmenso y profundo en medio de las montañas.

-Ajá- sentenció Alves.

Los ojos de Dutra brillaron cuando mitad deseo, mitad imploración, susurró al azoriano: Ve y trae el rubí: la mitad será tuyo. Morirás en Horta rodeado de mujeres y bebiendo todo el vino que desees. Será un buen final, te lo prometo.

Alves dobló cuidadosamente el mapa, lo besó y lo guardó en su chaqueta. Dirigiéndose hacia la entrada de la tienda, se dio media vuelta, y volvió a sentenciar: hasta la vuelta, Dutra.

En el libro Tesoros mineros y joyas inigualables de Portugal, escrito por Fray Antonio de Albuquerque Rocha y editado en Londres en 1766, puede leerse entera la historia del “Coração birmanês”. La resumo así: Alves penetró con un pequeño destacamento rumbo a las honduras y los peligros de la Alta Birmania. Uno a uno, sus hombres fueron sucumbiendo, muriendo de enfermedades, de miedo  y de los castigos que sufrieron de parte de los nativos de las selvas de los caminos de aproximación. El rey no había mentido.

Alves no se rindió: siguió solo. Los monjes de Bamar Shan huyeron al verlo: creyeron que era un demonio y no pudieron conjurar el terror que les provocó su inesperada presencia. Cargando el rubí en sus alforjas –más grande que un melón, según su noticia- y unos puñados de arroz –que también hurtó a los religiosos-, no dudó en seguir adelante en busca de un puerto y un paso entre las nieves: así llegó a la China.

Vivió dos años en una aldea perdida de criadores de osos y pescadores de percas, aprendió el idioma y luego se dirigió hacia el mar, seguro de encontrar auxilio. El barco de un mercader de Sevilla lo condujo a las Filipinas. Allí se encontró con un tal Machado: lo había conocido en la corte de Carlos V cuando los mismos españoles lo rescataron del África. El mundo es pequeño, siempre fue pequeño.

Machado organizó su regreso. Fue así que el “Coração birmanês” dio la vuelta al mundo. Según Albuquerque, Machado exigió la entrega del rubí a España a cambio de haber sido salvado dos veces por sus naves. Alves se negó. Tal vez el mayor explorador terrestre del siglo XVI –esta afirmación es mía-, murió olvidado en una cárcel de Murcia.

Tuve en mis manos el libro del fraile portugués, indagando en una de las umbrosas salas de la biblioteca municipal de Mendoza, en la República Argentina. Nadie sabía cómo ese libro había llegado hasta allí. Sin embargo, el Dr. Demetrio Lagos Aldao, me conjeturó que, tal vez, esa obra era parte de un lote de folios que el General José de San Martín donó al pueblo mendocino, en agradecimiento por el apoyo a su ejército, antes de emprender su hazaña singular: el cruce de la cordillera de los Andes, rumbo a Chile.

Esta historia, si bien no pude certificarla en otras fuentes, puede ser cierta, ya que es sabido el genuino amor que San Martín profesaba por los libros y el valor que asignaba a las bibliotecas. Era tan así que cruzó los Andes con escaso equipaje personal pero llevando un hato de baúles donde trasladó a lomo de mula una colección de unos 800 libros. La conjetura de Lagos Aldao parte de allí: que algunos otros libros de esa misma biblioteca andante sanmartiniana pudieron haberse quedado en su tierra, en Mendoza.

Más evidencias sobre la pasión libresca del Libertador podemos encontrarlas cuando tras librar y vencer en la batalla de Chacabuco, el 12 de febrero de 1817, y recibir de parte del cabildo de Santiago de Chile una recompensa de diez mil pesos fuertes, él decide donarlos para la creación de una biblioteca pública en esa ciudad. En esa ocasión, pronunció un breve discurso de circunstancia pero que retumba en la historia, sobre todo cuando aseguró que "las bibliotecas, destinadas a la educación universal, son más poderosas que nuestros ejércitos para sostener la independencia". No se equivocaba, San Martín.

A Alfredo Manuel Domínguez lo conocí en Cafayate como mochilero a principios de los 80s. Tratamos de llegar a pie por un sendero incaico hasta Antofagasta de la Sierra pero la sed nos doblegó y tuvimos que regresar a donde partimos, casi en el límite de nuestras fuerzas. Luego, Alfredo se recibió de sociólogo y décadas después, terminó trabajando en la ONU.

En medio de todo el despelote trágico de dictaduras y genocidios y bonzos y guerras civiles, étnicas y religiosas que sacuden a Birmania desde medio siglo atrás, él solicitó ser asignado a la oficina que la Alta Comisionada para los Derechos Humanos poseía en el país asiático. Fue hace un par de años que me escribió indicándome que no vendría a Bolivia para caminar y explorar la cordillera de Apolobamba como habíamos pautado, porque se iba a Birmania. A pesar de que sabía del horror étnico que se vive en ese rincón de Asia, no pude evitarme pedirle que indagara sobre el “Coração birmanês” y si quedaba algún rastro de su presencia en la propia Myanmar –el nuevo nombre del país que le enchufaron los militares.

La aventura es la aventura: Alfredo averiguó que el único paso histórico desde territorio birmano hacia China era el que flanqueaba la montaña mayor de los Himalayas birmaníes, el mítico cerro Hkakabo Razi, de casi 5.900 metros de altitud. El mayor lago de Birmania, el lago Indawgyi, también se encuentra próximo a esos parajes. Sintió el deseo de seguir los pasos de Alves, al menos encontrar ese monasterio que suponía a orillas de esas aguas, tal como lo describía Albuquerque Rocha, camino  a la China.

Sucedió algo extraño: las autoridades de la ONU le pidieron que renunciara a su cargo si emprendía el viaje. Que a su regreso, lo recontratarían, pero que esa peligrosa travesía –si quería hacerla- debía ser por su cuenta y riesgo. Alfredo renunció, compró todos los yuanes que pudo y se marchó hacia el norte, con una copia-fetiche del famoso mapa de U Nu que Machado quitó a Alves junto con el rubí y que Albuquerque copió en su libro que encontré en Mendoza y que tal vez perteneció a la biblioteca del propio San Martín y que yo había copiado para él y enviado hasta Birmania a través de la oficina de la ONU, aquí en La Paz.

Ni rastros de Bamar Shan ni tampoco del “Coração birmanês”, se han perdido de la historia, de la memoria, han desaparecido para siempre  –me aseguraba un convencido Alfredo en un email que me envió ¡desde Hong Kong! y que me entristeció por un lado pero me alegró de sobremanera por el otro: una vez que llegó allí, a las faldas del Hkakabo Razi, decía, “no pude evitar caer bajo el hechizo de Alves y seguir rumbo a la China, tal y como el olvidado expedicionario portugués lo hizo en el siglo XVI”.

Alfredo se camufló entre unos nativos y sus caravanas de yaks –¡Tomé tanta leche de yak como para volver a bañarla a Popea en mi boca!, narraba en otro de sus correos electrónicos. Luego, con dinero para sobornos y juergas con la policía roja, una credencial de Naciones Unidas y mucha paciencia, logró llegar a la antigua colonia inglesa, a donde el cónsul Santos, tras conocer sus peripecias, le organizó una fiesta de tres días. Ahora está viviendo en una playa de las afueras de Barcelona, tratando de terminar el libro donde contará su viaje y muchas de estas historias que fui anotando.

Espero sinceramente que esto suceda y que se publique la obra de mi amigo Alfredo. Así se seguirá honrando la memoria de Alves, de Caetano Alves, ladrón de rubíes y uno de los más extraordinarios exploradores de todos los tiempos.

Si creemos a Albuquerque Rocha, en su antebrazo izquierdo, el intrépido portugués tenía tatuado este lema: Antes morrer livres que em paz sujeitos

Ya que la piedra desapareció –como intuía U Nu, otro memorable-, tal vez sea justo que la historia recuerde a Alves, por su osadía y coraje, como el verdadero Coração birmanês.


Río Abajo, 15 de febrero de 2017




[1] Esto es personal: el recuerdo de U Nu es uno de los que más aprecio: lo imagino como a El geógrafo de Vermeer, soñando despierto recostado sobre sus mapas, pero con ojos oblicuos, un sombrerito en la testa y largas y venerables barbas blancas.


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