Thursday, August 17, 2017

Escritos contraproductivos

OSVALDO BAIGORRIA

Quisiera compartir y recomendar algunas lecturas de autores que, en distintas décadas del siglo XX, desde los márgenes interiores de ese sistema que en Argentina suele distinguirse como “literatura”, cuestionaron el crecimiento de los dispositivos de control burocráticos, mercantiles y académicos sobre la creación artística en general y literaria en particular. Por su oposición a las ideologías productivistas y consumistas, estos autores pueden ser considerados como parte de una constelación crítica que reivindicó a la literatura como un arte que, por ser arte, no es o no debería ser un trabajo, o no debería estar condicionado por el trabajo.

Aclaración: Aquí se entenderá por “trabajo” no a la dedicación intensa, precisa y concentrada que puede requerir toda creación sino a ese conjunto de labores (laborlavoro o laburo, como se dice entre nos, a veces como excusa: “¡esto es mucho laburo!“) y actividades remuneradas (bien o mal), forzadas (en el sentido de que suelen ser percibidas como sumisión, esclavitud –también autoimpuesta) y que tienden a condicionar la producción literaria mediante exigencias, obligaciones sociales, de convivencia, etc. O sea, ese conjunto de demandas extra-artísticas, esos esfuerzos y actividades que por necesidad resultan ajenas o enajenantes respecto al arte. Este nunca podría ser tan necesario como el trabajo, porque se supone que el trabajo tiene o debe tener alguna utilidad y el arte no, o no necesariamente. El arte estaría más cerca del lado de lo inútil.

Ahora bien: la cuestión de la utilidad o inutilidad del arte tiene una larga historia de debates en el discurso literario que por límites de tiempo y espacio aquí no vamos a revisar, desde las conocidas críticas al trabajo que se realizaron desde Rimbaud, Robert L. Stevenson y Oscar Wilde hasta Roland Barthes, Peter Handke y Michel Houllebeck, entre otros (1). La idea de que el arte no es o no debería ser útil, ni servir a la sociedad, a la comunicación ni a nada exterior a sí mismo es parte de esas discusiones que, como uds. saben, se dieron en formas muy vehementes durante los siglos XIX y XX, aunque más en Europa que en América Latina, tal vez, porque aquí esos debates irrumpieron de manera si no tardía, al menos desigual, por razones económicas, demográficas y geopolíticas (2). Un efecto de esa desigualdad es que la ideología de la pureza del arte o de la “no contaminación” del artista nunca fue realmente hegemónica en nuestro campo literario, en parte porque los procesos de descolonización e independencia de los países latinoamericanos, al menos en los de habla hispana, promovieron un tipo de escritores que fueron como intelectuales orgánicos de las nuevas naciones y de las burocracias estatales, escritores militares y militantes, diplomáticos, jueces, políticos y también periodistas, o sea, autores que accedieron a un espacio de legitimación mediante la publicación en periódicos. De modo que las resistencias al trabajo, la profesionalización y la burocratización del escritor aquí solo pudieron darse en formas híbridas y contaminadas por el cuerpo social, en el interior profundo y a la vez en los márgenes de un campo en formación, de límites imprecisos y en constante cambio.

Por ejemplo, un autor que en los años 80 combatió la domesticación del lenguaje poético por parte del discurso académico y de la crítica universitaria fue Néstor Perlongher, poeta y animador central de la corriente neobarroca rioplatense. En varios textos teóricos y comentarios de libros, pero más nítidamente en sus ensayos “Poesía y éxtasis”, “La barroquización”, “Ondas en el fiord (acerca de Osvaldo Lamborghini)” y también en un ensayo en torno a su propia obra, “Sobre Alambres”, Perlongher sostuvo que el lenguaje de la poesía, esa forma literaria que es la menos comercial de todas,“siempre choca y corre los límites” del discurso convencional y racional de la academia. La poesía sería producto de un estado de trance, de éxtasis, de un deseo de salir de sí, de dejar de ser lo que se es en el mundo habitual: “Sábese que la poesía no es comunicación: busca el salto de la aliteración o de la metáfora, la reverberación intensiva de sones y colores” (3). Pero claro, dado que al poeta no se le entiende (como poeta), entonces se le invita a hablar sobre poesía. Así, el espectáculo montado en los eventos culturales y en los escenarios académicos le reservaría al poeta un “destino parlante”, decía Perlongher, un destino que desde luego se extiende más allá de las corrientes barrocas o neobarrocas, alcanzando a poetas objetivistas, narrativistas, etc. a quienes se puede entender o no, pero igual no se los lee y se los invita a hablar y a presentar ponencias sobre literatura o, en el mejor de los casos, a leer en público en espacios institucionales donde asisten sobre todo los familiares, los amigos y otros aspirantes a poeta. Según Perlongher, la incitación al discurso literario que emerge desde el aparato de la crítica universitaria, además de pretender la traducción racional que la experimentación poética ejerce sobre la lengua, funciona como dispositivo de sobrecodificación: “Cabe preguntarse hasta qué punto el discurso sobre la poesía al que los eventos culturales obligan, no es una manera de domesticar… la áspera refulgencia del verbo imantado. Dejo registrada mi queja contra esta doblegación genuflexa de la inspiración por la música de cátedra” (4)

Perlongher se quejaba pero trabajaba como profesor (o tal vez por eso se quejaba) y también como investigador universitario en los 80 en Brasil y antes, en los 70 en Argentina, cuando lo conocí, era encuestador para agencias de marketing, entre otros trabajos precarios, ganándose la vida, como él decía, “con el sudor de mis biromes”.

Otro caso fue Néstor Sánchez, quien en los años 60 y principios de los 70 cuestionó de maneras más intensas y hasta fundamentalistas la profesión de escritor. Sánchez escribió cuatro novelas y un libro de cuentos, disfrutó de una fama inicial comparable a la de Manuel Puig, trabajó para la editorial Gallimard en París, y luego desapareció durante más de una década, sobreviviendo como un vagabundo en ciudades del norte de Europa y EE UU. A través de sus novelas, ensayos y relatos breves, Sánchez repudió el dominio de las convenciones de lo que él llamaba el “oficio literario” y las demandas de comunicación que enajenan la escritura y la alejan de la poesía (5). En plena época del boom latinoamericano, sostuvo un programa absolutamente anti comercial: ninguna sujeción a las necesidades del mercado e incluso del propio lector; rechazo de todo realismo, de todo “compromiso” (político, social, etc.), y de toda relación de la literatura con la información. En contra de la figura del escritor como hombre-máquina, un hombre encadenado a una silla y a un teclado, Sánchez reivindicó a la escritura como un don y un estado de gracia. Y en contra de quienes dividen la narrativa de la poesía, intentó llevar a la novela la experiencia poética, la experiencia del ritmo e incluso de la improvisación en la música, como se hacía en el free-jazz. Para Sánchez, la escritura de una novela debía ser una experiencia de cuestionamiento y de transformación personal. La escritura podía llegar a ser ininteligible y solo importaría como instrumento de mutación y de conocimiento de sí. Una novela sería como un proceso abierto, como la vida misma, sin ninguna obligación de trasmitir nada a nadie, ni personajes consecuentes, ni acciones que irán fatalmente a cumplirse, ni la menor idea de lo que uno va a decir porque lo que se irá a decir siempre es demasiado incierto: sólo partir de algunas imágenes primarias o elementales y un ritmo que irá organizándose con cierta vacilación e improvisación a medida que se desarrolla.

En “¿Una poética del cambio?”, Sánchez postulaba que “escribir, antes que producir valores jerarquizados de consumo, es una forma de cuestionarse a uno mismo como vida y de cuestionar la vida de los otros” (6). En otro ensayo, “En relación a la novela como proceso o ciclo de vida”, confesó que alguna vez pensó en una novela realista, hecha para el mercado pero se sintió aterrorizado: “pensar una novela donde sucedan cosas interesantes, donde ambulen personajes que a su vez digan cosas interesantes. Trabajar casi todos los días con ese material y su sintaxis, terminar un libro. Conocí gente que hace eso, gente pública, me asomé a sus vidas, los escuché hablar, tuve terror” (7).Y en su “Diario de Manhattan” observó la abundancia de la oferta de libros en Nueva York de esta manera: “Escarnecen las librerías con su iluminismo misérrimo: toneladas de papel impreso nada más al servicio de la atrofia del discernimiento colectivo. Cantidad en lugar de calidad… Olor a tinta ácida, libros huecos, sin peso, ni siquiera el cuidado relativo de la edición para atemperar en algo lo epidémico” (8).

Pero décadas antes de Néstor Sánchez, entre los años 20 y 40, hubo un precursor de estas críticas que fue al mismo tiempo lateral y central, de una centralidad que llegó al punto de ejercer una influencia oblicua sobre Perlongher, Sánchez, y también Borges y César Aira, el mismo Aira que en entrevistas ha declarado que él no es de aquellos escritores que escriben para ganar dinero sino de aquellos a los que les gusta escribir (9). Ese oscuro precursor se llamaba Macedonio Fernández. Un autor más citado o parafraseado que leído, lo cual es un destino que quizá a él no le disgustaría para nada. Macedonio nació en Buenos Aires en 1874, cursó la carrera de Derecho, ejerció como abogado e incluso como fiscal federal pero fue ante todo el autor de una inmensa obra poética, ensayística y narrativa, con traducciones parciales al inglés, alemán, italiano, polaco y otras lenguas, obra publicada mayormente después de su muerte en 1952. Su libro más conocido, “Museo de la Novela de la Eterna”, tiene 57 prólogos y 20 capítulos que también parecen prólogos y algunos epílogos que no son tales, incluido el llamado “prólogo final” y titulado “Al que quiera escribir esta novela”. Allí, Macedonio dejó “autorizado a todo escritor futuro de impulso y circunstancias que favorezcan un intenso trabajo, para corregirlo y editarlo libremente, con o sin mención de mi obra y nombre. No será poco el trabajo. Suprima, enmiende, cambie, pero, si acaso, que algo quede”.

Macedonio desarrolló una crítica fragmentaria, con ironías y sarcasmos, sobre el “arte por encargo”, es decir, el arte producido por motivos ajenos al arte, y construyó una obra narrativa caracterizada por diferir la finalización del producto, una obra que se presentaba como producto inacabado y como mantenimiento de la promesa de escribir más, la cual nunca se concretaba y mantenía así su estado de promesa. En cuanto a su crítica al “artista que trabaja” en un tema o “asunto” o motivación ajena al arte en sí mismo, se basaba en la idea de que “el estado de emoción artística no debe tener ninguna instructividad o información ni tampoco tener otra finalidad que sí mismo”, una fórmula que de alguna manera dialogaba con “El crítico artista” de Oscar Wilde (10). Ese diálogo se extendería a la cuestión del no-hacer. Wilde había escrito: “El elegido vive para no hacer nada” pero “no hacer absolutamente nada es la cosa más difícil del mundo, la más difícil y la más intelectual” (11). Bueno, Macedonio inventó un silogismo: “Me gusta lo difícil; nada más difícil que el ocio; me gusta el ocio” (12). Pero resulta que la gente sólo cree en el ocio de los ricos, ya que con los pobres nadie se toma el trabajo de creerles su ocio, decía Macedonio: “Para que mi ocio sea creído… daré pronto un gran volumen que ya tiene nacido el título (el mejor título, el esperado, es decir, el de prometer un libro) y también tiene algo del cuerpo; tengo ya clientela hecha para mis promesas de obras, no sólo porque las cumplo volviendo a prometerlas sino porque no las cumplo de otro modo y mi descansada clientela sólo en mí encuentra esta forma de descanso y no se me va. Se estudiará en ese libro “El utilaje del desocupado”, “Dónde está y donde no está el Ocio”, “Donde no ver trabajar”, etc.” (13).
En fin: Macedonio fue de algún modo un artista conceptual que cuestionó con gracia el dominio de la gestión burocrática y administrativa sobre las artes y sobre todas las actividades sociales, denunciando eso que él llamaba la “simulación de trabajo” implícita en las tediosas tareas de llenar formularios, redactar informes, etc., algo que ocupa gran parte del tiempo de la humanidad y que para Macedonio era una forma muy estúpida de trabajo. En otro texto, titulado “El no hacer”, sugirió que no hacer nada no es “un género en el que se hayan hecho ya todos los progresos”: siempre puede faltar algo por no hacer. Ese texto refiere a una estancia imaginaria donde nadie hacía nada, y sin embargo los habitantes tenían por momentos la duda de si no faltaría algo todavía por dejar de hacer. Un día a esa estancia llegó un desconocido, que por su manera de andar tranquila, despreocupada, les pareció a todos que tenía el aspecto de ser un verdadero experto en el arte del no-hacer, o que debía conocer algo que podía ampliar el catálogo del no hacer. Y en efecto, el desconocido tenía ese don: había aprendido cómo era la vida de las burocracias urbanas. Fue invitado a quedarse en la estancia y les explicó a todos que sí había algo a añadir al puro no-hacer: el que ellos tenían era incompleto porque les faltaba un ingrediente primario que existía en toda oficina del Estado, donde a los empleados se los obligaba solamente a firmar un horario de presencia cada día y, para que su no-hacer fuese visible, se les encargaba redactar informes y memorias sobre lo que no hacían, lo cual en última instancia sería estúpido pero no tan trabajoso porque se podía realizar arrancando páginas de cualquier novela y firmándolas. Así los convenció a todos y así empezaron en la estancia los informes del capataz, de la cocinera, del proveedor y otras tantas páginas de novela que fueron como “la autenticación del No-hacer, que es lo que les había faltado siempre” (14).

Finalmente, para terminar con esta exposición antes de que se parezca a esa “música de cátedra” que detestaba Perlongher, diré a modo de resumen que a los textos aquí mencionados los he llamado “contraproductivos” en sentido amplio y en sentido estricto, dado que no parecen haber tenido ningún efecto práctico, político, pedagógico directo sobre el sistema literario o el cuerpo social (probablemente ese nunca fue su objetivo). Al contrario, dan la impresión de haber sido escritos por “amor al arte” y por amor al “arte por el arte”.


Publicado en ¿Es el arte un misterio o un ministerio?El arte contemporáneo frente a los desafíos del profesionalismo, Inés Katzenstein y Claudio Iglesias, Siglo XXI/ Universidad Torcuato Di Tella, 2017, compilación de las conferencias de las Jornadas de Arte y Estética que organizó en 2015 el Departamento de Arte en dicha universidad.

Notas

  • 1) Ver Baigorria, Osvaldo (comp.) Con el sudor de tu frente, Interzona, Buenos Aires, 2014 y Houllebeck, Michel. El mundo como supermercado, Anagrama, Barcelona. 2000 y P.Lovecraft. Contra el mundo, contra la vida, Siruela, Madrid, 1991.
  • 2) Ver Ramos, Julio. Desencuentros de la modernidad en América Latina. Literatura y política en el siglo XIX, pp. 90-147, Editorial Cuarto Propio, Santiago de Chile, 2003 (hay otras ediciones). Ramos plantea que en Europa el discurso literario tuvo soportes institucionales, en la educación, en la emergencia de un público lector y en un mercado editorial desde fines del siglo XVIII, mientras que en América Latina ese mercado no se establecería sino hacia fines del XIX o comienzos del XX, una desigualdad que daría lugar a estrechas formas de dependencia entre el discurso literario y la intervención estatal y política.
  • 3) Perlongher, Néstor, “Poesía y éxtasis” en Prosa plebeya, pp.184-190, Excursiones, Bs As, 2013). Esa intensidad de la poesía sería comparable al éxtasis inducido por ritos, danzas, experiencias místicas e ingesta de alucinógenos, que en los casos límites podría llevar a una desintegración del yo, a un pasaje hacia otro estado de fusión o confusión con el afuera. De ahí la posible deriva barroca de la escritura. La corriente que Perlongher bautizó como “neobarrosa” en alusión a la manera en que el lenguaje chapotea en su descenso desde el Caribe hasta el barro de los márgenes del Río de la Plata, reivindicó al barroco como un arte extraterritorial que había florecido en áreas marginales, Italia, España, Hispanoamérica: “Revolucionario por su marginalidad, por su excentricidad, por su exceso, el barroco mantiene una férrea disputa con el racionalismo discursivo que se torna dominante en Occidente” (“La barroquización” en op. cit. pp 113-114). Por cierto, el barroco contemporáneo –a diferencia del Siglo de Oro- carecería de un suelo literario homogéneo, de una base de clasicismo desde donde el lenguaje puede hacer sus piruetas y salirse de órbita. Por ello el neobarroco y su versión rioplatense neobarrosa, se lanzarían a carnavalizar, a parodiar y a desterritorializar la tradición de poesía gauchesca (Leónidas Lamborghini), los discursos militantes y la violencia autoritaria (Osvaldo Lamborghini), el realismo social y la idea de que la literatura deba ser un instrumento de comunicación, como el poema “Cadáveres” del propio Perlongher. Esa fuerza dionisíaca en estado puro es como un veneno, advertía Perlongher, algo que es imposible de ser vivido porque el trance extático puede acarrear el aniquilamiento no solo del yo sino de la vida. La poesía le da forma a esa fuerza pero a través de un trance en el que uno, “tocado por la palabra poética, que pasa, como el santo por su caballo o su burro, a través de sí, saliendo de su lengua o de sus yemas, se va del otro lado.¿Y el poeta? No está. Está del otro lado. Dado vuelta. Es otros… Para mantener la lucidez en medio del torbellino, hace falta una forma. Sabemos que esa forma es poética. Intuimos que puede ser divina” (“Poesía y éxtasis” en op. cit. pp.184-190).
  • 4) Perlongher, op. cit. p. 186
  • 5) Sánchez, Néstor, Ojo de rapiña, La Comarca, Bs. As., 2013 pp.69-76, 81, 127.
  • 6) Sánchez, N. “¿Una poética del cambio?” en Ojo de rapiña, p.127
  • 7) Sánchez, N. op cit. p. 97
  • 8) Sánchez. N. La condición efímera, Sudamericana, Bs As, 1989, p.47
  • 9) Aira, C. “Estoy buscando formas literarias ajenas a la novela”, entrevista de Jaime Cabrera Junco, Lima, octubre 2013, a partir del coloquio “La autoficción en América Latina”, organizado por la Universidad Pontificia del Perú, http://leeporgusto.com/cesar-aira-estoy-buscando-formas-literarias-totalmente-ajenas-a-la-novela/ y Aira C. “Literature is the queen of the arts”. Peter Adolphsen para Louisiana Literatura Festival (2012), https://www.youtube.com/watch?v=t9qNxAnDKoc
  • 10) Oscar Wilde, El crítico artista, Hyspamérica, Bs. As., 1985 (Biblioteca personal J.L. Borges) pp.65-66. “La emoción por la emoción es la finalidad del arte”… “La finalidad del arte consiste en crear estados del alma”.
  • 11) Wilde, op. cit. p.66
  • 12) Fernández, Macedonio, “El neceser de la ociosidad”, Textos selectos, p.127. Corregidor, Bs As, 2012.
  • 13) Fernández, Macedonio, op. cit. p.128
  • 14) Fernández, Macedonio, op. cit. 125-127
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De PASEO ESQUIZO, 17/06/2017

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