Thursday, August 31, 2017

La cama de hojas

ANTONIO FLORIDO LOZANO

“Hablar de la causalidad. Lo que ocurre. Presuroso. Tal vez en nuestras mentes. Es prescindible. Cáustico. Amierdado. Hablar de El Pozo es vivir. Morir. No creer. Sacar los sentimientos. Abriendo el hecho. El suceso. Crujiéndolo. Extrayendo la médula. El tuétano.

Montevideo, 1 de julio de 1909.

El comienzo de todo. La tragedia. La puta en la cama. Y la niña. El filo abierto entre sus piernas. El triángulo donde brilla la tormenta, aún. Onetti. Sólo estoy comenzando. La noche. Oculto a mí mismo. Onetti con los labios pintados de blanco. Un colgajo blanco. Un humo blanco. Unos pulmones negros. La melancolía. Y la discordia entre esto y aquello. También la intemperancia, le puede. Como la indiferencia. Anclada en el corazón. Punzada. Sangrante. Varias historias en una. Pero una sola escritura. Un único nervio. Belleza. Exaltación. Calor derramado por la ventana. Veinte hombres rozando a la puta. Y vemos un hombro rojo. Olor agrio en un patio. Por la excrecencia de la mediocridad. Mugre. Calor. Patio encharcado. Inapetencia en los lugares del reposo. La caja de papeles. La alfombra de hojas. La niña sobre la cama. Los brazos forzados. Pero nada de violación. Onetti solamente fuerza el olvido de lo vulgar. Y lo consigue. Alzando su escritura. Brillando con el cuerpo inclinado. Fumando. Y fumando. Blanco humo en la pieza. Esperando a Lázaro. Existencialismo, pronunció alguien. ¿Existencialismo?, digo yo. ¿Preciosismo? ¿Belleza en la suciedad de la vida? Onetti, Juan Carlos. Y Borges. ¡Qué manera tan absurda de querer desprenderse! ¡Imposible! Le vemos hacia abajo. Le observo. Me observa. Desde lejos. Sus gafas. Sus ojos. Leo. Se ha quedado sin tabaco. Y mañana cumplirá los cuarenta. Dos atrevimientos. Dos estallidos en el aire. Pasea. Y vuelve sobre sus pasos. Entonces escribe. En la noche. Hasta la extenuación. Uruguayo. ¡Qué más podés decir! ¿Cuándo comenzó usted a escribir? ¿De pequeño? No, responde. Yo, de niño, no escribía. Mentía. Fabulaba. Distorsionaba. Retorcía mi realidad. En otra. Más feroz. Más íntima. Diferente. Lejos de la medianía, tan asquerosa. Onetti. Yo no sé escribir, afirma. Sabe que lo sabe. Un dolor. Una parida del mundo. Y habla del hecho y del sueño. Se acuerda de Bunin. Iván. El ruso. Con su frío agarrado al pecho. En su cabaña mísera. Onetti tratando de desnudar su vergüenza ante nadie. Pero nadie existe con el alma limpia. Luego Cordes, el poeta. Volverá por sus fueros. Más adelante. Esperemos. Onetti vive, dice. No se pasa el día imaginando cosas. Claro. Y cuando sobrevuelo sus líneas el desmayo del escritor. Él mismo bajo las luces de los que triunfaron. El fracaso aparece. O ya estaba dentro de su alma. Puede. Pero le importa un corno, afirma. Le entiendo. Eso creo, al menos. ¿Y usted? ¿Acaso leyó usted alguna vez a Onetti? Habla de Hanka, la mujer. Le aburre. Y del amor. Sobre la doble partida del mismo. Maravilloso. Absurdo. Sobre todo cuando se fue. Y lo vemos en la distancia. Fuera de nuestra boca. De nuestra lengua, tal vez. La joven frente a la mujer. Ésta es práctica y hedionda. Cuando pasa los veinte o veinticinco. Cuando se hace mujer. Antes no. Todas iguales. Llega a entender el asco amoroso por las niñas, de los viejos. Y sigo leyendo. Me asalta. Dice: “Hay varias maneras de mentir, pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos”. Hermoso. Y cierto. ¿No? También nos pone delante los sucesos. Como cáscaras. Vacías. Huecas. Vanas. Apenas para llenarlas de sentimientos. Éstos los únicos sensatos y verdaderos. Lo demás, ¡qué importa!

Onetti, su personaje, esto es, vive con Lázaro. ¿Casual? Una pesadilla. Constantemente le pide los pesos debidos. Pero Lázaro no aparece. La pesadilla recurrente. Como sus sueños. Como su historia. Repetida. En una ciudad, ahora. Luego en otra, tal vez. A lo mejor más allá, al fin. Mas siempre lo mismo. La misma. La hermosa joven echada sobre la cama de hojas. No la viola. No le interesa. No siente esa avidez por la carne. Ella escupe en su frente. La saliva resbala. Después se seca, al aire, mientras camina. Igual que lo hace por la pieza. De pared a pared. Sin fin posible. El escritor encerrado. Escribiendo siempre el mismo libro. Con matices. Distinto. Igual. Siempre igual. Hasta el desmayo. Hasta lo no consciente. Una infancia feliz que no quiere recordar. Mayor, de golpe. La redacción. Las noches sobre las cuartillas. Con el oído atento a los teletipos. Europa arde. ¿Arde? Cordes declama su poema. Lo canta. Otro escupitajo a su orgullo. El verso es magnífico. ¡Tanto le duele la estrofa! Le responde con un cuento imaginado. El otro lo toma como una bolsa de cacahuetes. No está a su nivel. Y llega el fracaso. Otra vez el fracaso. Una caja llena de fracasos papelados.

Después de El Pozo estalló la tormenta. Uruguay expectante. Los uruguayos quietos, esperando, leyendo, leyendo. El mundo encogido. Onetti cesa de fumar un instante. Y en ese instante, apenas un suspiro, escribe Tierra de nadie. Después otro cigarro blanco, otro instante. Escribe ahora Los adioses. Fuma de nuevo y dibuja Para una tumba sin nombre. Más tabaco y logra El astillero. Así compuso Onetti una obra sustancial para comprender la literatura actual uruguaya. Juntacadáveres, La muerte y la niña…

Madrid, 30 de mayo de 1994.

Acaba la sinfonía. La cama de hojas continúa en mi mente. En tu mente. En su mente. Inabarcable. Insustituible. Eterna. En ese esbozo vespertino en el que dejó de fumar porque se le había acabado el tabaco y decidió, en un arranque total, escribir El Pozo”.

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De HORIZONTUM, 30/08/2017

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