Sunday, August 20, 2017

La noche de los Crackers

EMANUEL MORDACINI

El más vívido recuerdo de mi infancia está relacionado con una película: Critters 2: The Main Course (Mick Garris, 1988). Todo comenzó una siesta de otoño en Las Rosas, a fines de los ochenta. Yo estaba en el videoclub, como era mi costumbre, cuando de pronto vi la cajita en la estantería reservada a los estrenos. Me sentí dichoso, rebosante de felicidad. Se trataba de mi película, la que venía siguiendo desde hacía meses. Quise verla de inmediato, pero la única copia estaba alquilada, así que no me quedó más remedio que esperar hasta el día siguiente. La miré solo, en una habitación dentro del videoclub. En esa época estaban de moda los films con marionetas. El éxito de Gremlins (Joe Dante, 1983) había generado un aluvión de cintas por el estilo. Bichos de utilería que asesinaban gente, básicamente de eso se trataba el asunto. Un dato curioso; estos bichos siempre atacaban pueblos, nunca ciudades. Las grandes invasiones, parecía ser, se gestaban en pequeñas comunidades. Cuando estas criaturas revoltosas se trasladaban al cemento, fracasaban miserablemente. Así lo dictaban las reglas del cine por aquellos tiempos, así nos habíamos acostumbrado. Era entendible, dicho sea de paso; hay en los pueblos cierta fantasmagoría que parece facilitar la irrupción de aliens, espectros, zombies y plagas afines. En los pueblos todo resulta ominoso, letárgico, misterioso. Siempre hay monstruos escondidos tras muros andrajosos, siempre hay ojos extraños acechando desde las penumbras. En la película que nos atañe los Critters se la agarran con cierto pueblito de granjeros llamado Grover Bend y Brad, un quinceañero pelirrojo y bastante estúpido, es el héroe involuntario encargado de hacerles frente. Son ochenta minutos de sangre, gritos, corridas, explosiones y algunas tetas tiradas como al descuido, todo en la medida justa, para no incomodar a nadie. Pues bien, como les decía, miré la película y quedé maravillado, extasiado, enamorado de los condenados peluches alienígenas. Tanto me gustó, que terminé plagiando su argumento en una redacción de la escuela. Fue en quinto grado, a mis diez años, durante una clase de Lengua comandada por alguna maestra insoportable. Se trataba de la típica tarea de primaria: redacción con tema libre. La consigna, sumada al film de los Critters todavía fresco en mi cabeza, aguijoneó mi imaginación. Quería escribir sobre lo que había visto en pantalla, contar la historia de un pueblo asediado por criaturas carnívoras, trasladar al papel esas narraciones de videoclub, proyectar desde mi pluma toda la esencia de esas siestas de cine. No me salía escribir como los demás chicos; todas esas anécdotas insulsas sobre días de pesca con los padres, visitas a casa de la abuela, jornadas de cacería y asuntos parecidos. No señor, yo estaba bien lejos de todo eso. Quería (y necesitaba) escribir acerca de los malditos bichos extraterrestres, y que se aguantaran las putas maestras. Un pueblo (el mío, Las Rosas) caería despedazado bajo las hambrientas mandíbulas de una amenazaba venida del espacio. Tenía tres días para acabar la narración, como un enajenado, puse manos a la obra.

El título nació instantáneamente: La noche de los Crackers (elegí el término CRACKERS porque sonaba parecido a CRITTERS, hoy sé que CRITTERS significa en inglés CRIATURAS, en mi niñez no lo sabía). Me largué a escribir como un loco; sin pausa, sin miramientos, siguiendo los dictámenes de una lógica entre infantil y perversa; escribir por la mañana, por la tarde, por la noche, entre comidas, sacrificar sagrados shows de TV en procura de mi historia, escribir desesperadamente, borracho de ideas, abstraído del mundo. A la mierda mi madre y su locura, a la mierda mis maestras, la realidad, el pueblo. ¡A la mierda todo! Al fin, acabé la narración: Las Rosas, 1988. Un rayo de plata quiebra la noche, se escucha un estallido, a lo lejos se ven los destellos de una explosión, el campo se sacude; algo ha caído en el pueblo, algo que vino de arriba, de las estrellas. Ahí estoy yo, Emanuel, con diez años recién cumplidos, en casa con mi vieja, mis abuelos y mi mascota; una perrita color canela llamada Jenny. Ahí estamos todos; una familia más, un pueblo más, el otoño, la rutina ¿Qué podía suceder de extraordinario en un lugar como Las Rosas? Y de pronto; el misterio, el enigma que se enquista en la epidermis del pueblo. Lo innombrable, lo desconocido. Extrañas huellas en la tierra, animales de corral que aparecen devorados, abiertos en canal, desviscerados, una persona (un viejo, una niña) que desaparece misteriosamente, la gente que comienza a hablar, a tejer rumores, a fabular ¿Qué está sucediendo en el pueblo? ¿Está todo relacionado con eso que cayó en el campo? ¿Y las luces en el cielo, y los pastizales chamuscados? No iba a detenerme demasiado en el misterio y las fabulaciones, en la película no pasaba eso; allí los primeros minutos de suspenso no eran más que un prólogo, el preludio a todo el horror que sobrevendría luego. Quería acción, aullidos, criaturas carniceras en primer plano, mutilaciones. El resultado fue un baño de sangre, una desaforada odisea, un delirio más cercano a la enfermedad mental que a mis terrores infantiles. Ahí estaba la narración; mi tarea del día: literatura estrafalaria en estado puro. Se trataba de un cuento desprolijo, caótico, ingenuo, inquietante en cierto sentido; lo que podía esperarse de un pibe solitario con la cabeza surcada por cine barato, series de TV, historietas y cultura chatarra. Eran mis fantasías volcadas sobre el papel, todo lo que daba existencia a mi universo infantil, todo lo que me llenaba. Los vericuetos del relato, por otra parte, no se alejaban demasiado de la trama de la película. Los Crackers eran diminutas bolas de pelo que nacían de huevos y que aumentaban considerablemente su tamaño conforme se alimentaban (de carne, se entiende; humana preferentemente). Al igual que los Critters, habían escapado de un Asteroide Prisión en una lejana galaxia y penetrado por accidente en la atmósfera terrestre hasta estrellarse en los campos de Las Rosas. En la película eran perseguidos por un par de caza recompensas mutantes; no recuerdo haberlos incluido en mi cuento, tampoco interesa mucho. Sucedió lo que ya imaginan: la narración fue un éxito. La escuela se vio de pronto sacudida por una estrambótica historia de parásitos caníbales y persecuciones intergalácticas. Sangre, vísceras, rayos laser; imaginería berreta servida en bandeja de plata. Las maestras estaban encantadas, todo el jodido establecimiento hablaba de mi cuento, de la redacción de Emanuel Mordacini, de mis peluches extraterrestres. Y ahí seguía yo, muchachito timorato devenido estrella literaria de la escuela, niñato escritor de medio pelo, esgrimiendo una sonrisita estúpida, sintiéndome importante por primera vez en mucho tiempo. Diez años tenía, tan solo diez años.

-A ver, Emanuel ¡Leé tu redacción, leésela a los chicos! -bufaba mi maestra de Lengua en pleno aula.

Y entonces yo me levantaba de mi silla y caminaba erguido hasta el pizarrón, me paraba frente a la clase y leía, leía como un imbécil, como un pobre chico, leía en voz alta mientras la maestra se mataba de risa y mis compañeros vivaban desde sus pupitres, leía mi cuento, liberaba a los Crackers de su cárcel de papel y tinta, les daba nueva vida; las resonancias de mi voz recreaban a mis criaturas en los cerebros de mis sádicos compañeritos.

Los cadáveres se acumulaban por montones, el pueblo estaba siendo diezmado. Los Crackers se movían en conjunto, rodaban por los prados rosenses como erizos drogados. Hordas enloquecidas engullían todo aquello que corriera, gritara y tuviera sangre caliente. Para los Crackers un cerdo sobrealimentado y un ser humano rechoncho constituían el mismo irresistible manjar. Erraban por el universo saciando su hambre espantosa; nunca estaban satisfechos, nunca se daban por vencidos. Cuando en Las Rosas no quedara un solo ser vivo en pie, continuarían por todo el planeta su raid carnicero. Al sur, al norte, al este, al oeste; el globo terráqueo no era más que una bola de carne gigante suspendida en un cosmos sanguinolento. Los Crackers no razonaban, no pensaban, solo comían, comían, ¡COMÍAN! ¿Por qué, con apenas diez años, había escrito una historia semejante? ¿No estaba, de manera precoz, vengándome del pueblo a través de mi pluma? ¿Había encontrado en la película de los Critters la excusa ideal para desatar mis aletargados instintos criminales? Toda la escuela se engolosinaba con mi historia y yo solo quería que la sangre siguiera corriendo.

El asunto es que varias semanas después mi cuento continuaba en boca de todos. Mis compañeros se burlaban (porque eso era lo que hacían; burlarse), los preceptores y porteros me miraban como a un lunático y mi maestra de Lengua no dejaba de instarme a que escribiera otra narración.

-¡Escribí, Emanuel, escribí otro de esos cuentos tuyos! -me decía la muy imbécil.

Y yo escribí otros, por supuesto.  Y no solo eso: escribí varios; todos inspirados en films vistos en el videoclub. Recuerdo dos relatos paranormales basados en las películas Beetlejuice, de Tim Burton, y Scrooged, de Richard Donner, esa donde Bill Murray es acosado por tres fantasmas y que está basada a su vez en una novela de Charles Dickens. En todos los casos, de más está decirlo, me hacían leer frente a la clase. Viéndolo ahora con mis ojos de adulto, la escena no deja de resultarme patética: un niño freak puesto como espectáculo ante un auditorio de alumnos bufones y maestras voraces. ¡Y todos vivaban! ¡Y todos reían! ¡Y yo simplemente leía!

Los Critters siguieron en mi cerebro durante mucho tiempo, y los Crackers encontraron un final acorde a mi compleja realidad; mi vieja, estudiante frustrada de literatura y futura esquizofrénica, no veía con buenos ojos todas esas narraciones mías.

-No me gusta que escribas eso, Emanuel -me dijo-. No lo hagas más, no quiero que te expongas de esa manera.

Acto seguido, destruyó los manuscritos. Me dolió en su momento, luego lo olvidé y continué con mi vida. Pasó el tiempo, Las Rosas cambió y hoy casi nadie se acuerda de aquellos relatos. Hace poco más de un año, mitad por nostalgia y mitad por genuino interés, intenté volver a ellos. La infancia es una etapa que recuerdo con muchísimo cariño, aun con todos mis padecimientos. Pensé: a los diez revolucioné mi escuela con una historia de extraterrestres ¿Por qué no escribir algo así ahora, de adulto? ¿Qué tan difícil puede ser? Hacerlo implicaba también una exploración de toda esa estética clase B que a mí tanto me fascina. Pensé en los Bolsilibros Bruguera, en la colección Elije tu propia aventura, en los relatos de H. P. Lovecraft. Me puse a escribir, la historia llevaba por título “El ataque de las criaturas mutantes” y empezaba de esta manera:

El pueblo dormía acunado por la noche. Soplaba una leve brisa que hacía que los árboles bailaran como espectros. Las estrellas eran pequeños insectos luminosos empecinados en molestar a la luna. Todo el campo se mecía en esa suave somnolencia, todo parecía muerto a esas horas de la madrugada, todo parecía inánime, insidioso, amenazante. Era una tranquilidad sospechosa, una calma espesa y enfermiza que se volvía más y más densa conforme transcurrían las horas. Mi pueblo se llamaba Pozo Desviado y era un lugar bello y fecundo antes que el desastre sucediera. Todo, en cierta medida, comenzó esa noche. Desde mi ventana contemplaba el campo a oscuras…

Me detuve en seco, no pude escribir una palabra más. Todo me sonaba falso, artificioso, traído de los pelos. Los relatos de mi infancia se caracterizaban por su ingenuidad y alegría, y ahí no había nada de eso. Había muchas lecturas, eso sí, y mucho cine, mucha cultura, mucho arte y todo lo demás, pero faltaba naturalidad, faltaba frescura. Mis obsesiones han cambiado, puedo escribir sobre vaginas y orgasmos son ninguna clase de problemas, pero me fue imposible narrar una simple historia de marcianos. Me sentí extraño, tuve la certeza atroz de que algo dentro de mí se había perdido para siempre. Se me viene a la mente una escena de la película The Shawshank Redemption (Frank Darabont, 1994); cuando un funcionario de la prisión interroga al convicto interpretado por Morgan Freeman acerca de su capacidad para reinsertarse a la sociedad luego de décadas de encierro. El presidiario responde algo como esto:

¿Si estoy preparado para volver a las calles? ¿Qué espera que le conteste? Cualquier cosa que pudiera decir caería en saco roto ¿Si estoy arrepentido de lo que hice? No hay día que no lo lamente, quisiera regresar al pasado y hablar con aquel muchacho que fui, aquel muchacho que cometió ese terrible crimen y decirle que no sea estúpido, que piense antes de actuar, que todos los actos de nuestra vida traen consecuencias, pero no hay nada que pueda hacer; ese muchacho ya no existe y este viejo es lo que queda.


Voy a recrear esa última sentencia para referirme a mi errático presente, a mi incierto futuro y al relato que intentaba escribir: aquel niño que en los ochentas pasaba horas en el videoclub de su pueblo fue devorado por el tiempo, lo que resta es este treintañero que no sabe qué diablos hacer con su vida.

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De PLUMAS HISPANOAMERICANAS, 23/11/2015

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