Tuesday, October 17, 2017

El invierno no pudo con la revolución

La lucha entre el proletariado y la burguesía, entre los sóviets y el Gobierno, iniciada en marzo, en octubre de 1917 estaban en su apogeo. “Rusia, que había salvado en un salto la distancia entre el Medievo y el siglo xx, ofrecía a un mundo asombrado dos revoluciones políticas y sociales en mortal combate”, escribió John Reed en su célebre libro “Los 10 días que estremecieron al mundo”, editado por Marea. A 100 años de aquellas jornadas, un fragmento de la mejor crónica que se escribió sobre la revolución.


JOHN REED

A finales de septiembre de 1917, vino a verme a Petrogrado un profesor extranjero de Sociología que se encontraba en Rusia. En los círculos intelectuales y de negocios había oído decir que la Revolución había empezado a ralentizarse. El profesor escribió un artículo sobre este tema y emprendió un viaje por el país, visitó ciudades fabriles y aldeas donde, para su sorpresa, la Revolución estaba claramente en ascenso. Oía hablar continuamente a los obreros y campesinos de lo mismo: “la tierra para los campesinos, las fábricas para los obreros”. Si el profesor hubiera estado en el frente, habría oído a todo el Ejército hablando de la paz.

El profesor se sentía intrigado, aunque no existían motivos para ello: ambas observaciones eran totalmente correctas. Las clases pudientes se hacían cada vez más conservadoras, y las masas iban radicalizándose más y más. Desde el punto de vista de los círculos rusos intelectuales y de negocios, la Revolución había llegado ya bastante lejos y estaba alargándose demasiado; era hora de poner orden. Este sentimiento predominaba también en los principales grupos socialistas “moderados”: los oborontsi, los mencheviques defensistas y los social-revolucionarios, que apoyaban al Gobierno Provisional de Kérenski.

El 27 (14) de octubre, el órgano oficial de los socialistas “moderados” dijo:
La revolución consta de dos actos: la destrucción del antiguo régimen y la construcción del nuevo. El primer acto se ha prolongado bastante. Es hora de pasar al segundo, y hay que efectuarlo lo más rápido posible, pues un gran revolucionario decía: “apresurémonos, amigos míos, a poner fin a la Revolución. Cuando se alarga demasiado, no se saborean sus frutos…”.

Sin embargo, las masas de obreros, soldados y campesinos estaban muy convencidas de que el primer acto distaba mucho de haber terminado. En el frente, los comités militares tenían choques constantes con los oficiales, que no podían acostumbrarse de ninguna manera a tratar a los soldados como a seres humanos; en la retaguardia, los miembros de los comités agrícolas, elegidos por los campesinos, eran encarcelados por sus tentativas de llevar a la práctica las disposiciones del Gobierno concernientes a la tierra; en las fábricas, los obreros tenían que luchar contra las listas negras y los lockout patronales. Es más, a los exiliados políticos que regresaban no se les permitía la entrada en el país al ser considerados ciudadanos “indeseables”; se daban casos incluso en que los que habían vuelto del extranjero a sus aldeas eran detenidos y encarcelados por actos revolucionarios cometidos en 1905.

Los socialistas “moderados” solo tenían una respuesta para el multiforme descontento del pueblo: “Esperad a la Asamblea Constituyente, será convocada en diciembre”. Pero eso no los dejaba satisfechos. La Asamblea Constituyente estaba bien, pero había varios objetivos concretos por los que se había consumado la Revolución rusa, por los que los mártires revolucionarios yacían en las fosas comunes del Campo de Marte, y que debían cumplirse a toda costa, independientemente de que se convocase o no la Asamblea Constituyente: la paz, la tierra para los campesinos, el control obrero en la industria. La Asamblea Constituyente se posponía una y otra vez, quizá de nuevo hasta que el pueblo se tranquilizara y moderase sus demandas. De todas formas, ya habían pasado ocho meses desde el estallido de la Revolución y los resultados parecían poco visibles…

Mientras tanto, los propios soldados empezaron a resolver el asunto de la paz simplemente mediante deserciones, los campesinos incendiaban fincas señoriales y se apoderaban de las grandes haciendas, los obreros se rebelaban y abandonaban el trabajo… De ahí que los industriales, terratenientes y oficiales del Ejército ejercieran toda su influencia para impedir cualquier concesión democrática al pueblo.

La política del Gobierno Provisional oscilaba entre las pequeñas reformas y unas severas medidas de represión. Un decreto del ministro socialista de Trabajo ordenó a los comités obreros reunirse a partir de entonces fuera del horario laboral. En el frente, los “agitadores” de los partidos políticos de la oposición fueron detenidos, se cerraron los periódicos radicales y se empezó a aplicar la pena capital a aquellos que hacían propaganda revolucionaria. Se intentó desarmar a la Guardia Roja y los cosacos fueron enviados a las provincias para mantener el orden.

Estas medidas fueron respaldadas por los socialistas “moderados” y sus líderes en el Ministerio, que consideraban necesario cooperar con las clases privilegiadas. Las masas populares les dieron la espalda y se pasaron al bando bolchevique, que luchaba firmemente por la paz, la entrega de la tierra a los campesinos, la implantación del control obrero en la industria y la formación de un Gobierno obrero. La crisis estalló en septiembre de 1917. Kérenski y los socialistas «moderados», en contra de la voluntad de la inmensa mayoría de la población, formaron un Gobierno de coalición junto con las clases privilegiadas. Como resultado, los mencheviques y los social-revolucionarios perdieron para siempre la confianza del pueblo.

La opinión de las masas populares respecto a los socialistas “moderados” está reflejada en un artículo publicado a mediados de octubre aproximadamente (finales de septiembre) en el periódico Rabochi Put (Camino Obrero) y titulado «Los ministros socialistas»:

[…] He aquí la lista de sus servicios:

Tsereteli: desarmó a los obreros con la ayuda del general Polovtsev, «apaciguó» a los soldados revolucionarios y aprobó la pena de muerte en el Ejército.

Skóbelev: comenzó intentando gravar con impuestos el 100% de los beneficios de los capitalistas y acabó tratando de disolver los comités de empresa de los obreros.

Avxentiev: encarceló a varios centenares de campesinos, miembros de los comités agrarios, y suspendió varias decenas de periódicos de los obreros y soldados.

Chernov: firmó el manifiesto del zar que ordenaba la disolución de la Dieta finlandesa.

Sávinkov: se alió con el general Kornílov y no entregó Petrogrado a este «salvador» de la patria solamente por razones que no dependían de Sávinkov.

Zarudni: con el visto bueno de Alexinski y Kérenski, encarceló a miles de obreros, marinos y soldados revolucionarios, y ayudó a poner en marcha el calumnioso «proceso» contra los bolcheviques, un insulto para el tribunal ruso igual que el proceso de Beilis.

Nikitin: se comportó como un vulgar policía con los trabajadores ferroviarios.

Kérenski: de este no diremos nada. Su lista de servicios es demasiado larga…

El Congreso de Delegados de la Flota del Báltico en Helsinki aprobó una resolución que comenzaba así:

[…] Exigimos el  traslado inmediato del aventurero político Kérenski de las filas del Gobierno Provisional de los «socialistas», ya que se trata de un individuo que nos cubre de oprobio y echa a perder la Gran Revolución, y con ella a todas las masas revolucionarias, con su desvergonzado chantaje político a favor de la burguesía…

Resultado directo de todo esto fue la creciente popularidad de los bolcheviques…

A partir de marzo de 1917, los bulliciosos aluviones de obreros y soldados que golpeaban las puertas del Palacio Táuride obligaron a la vacilante Duma Imperial a tomar en sus manos el poder supremo en Rusia, fueron precisamente las masas populares –obreros, soldados y campesinos– quienes determinaron cada viraje en el curso de la revolución. Derrocaron el Ministerio de Miliukov, y el sóviet de estos grupos proclamó ante todo el mundo las condiciones de paz rusas: “Ninguna anexión, ninguna compensación, y el derecho a la autodeterminación de los pueblos”. De nuevo, en julio, las masas proletarias aún sin organizar y alzadas espontáneamente volvieron a asaltar el Palacio Táuride para exigir que los sóviets tomaran el poder del Gobierno de Rusia.

Los bolcheviques, una pequeña secta política por aquel entonces, encabezaron el movimiento. Tras el desastroso fracaso de la insurrección, la opinión pública les dio la espalda y las multitudes que los seguían, privadas de sus líderes, retrocedieron al barrio de Viborg, una suerte de arrabal de Saint Antoine de Petrogrado. A continuación, se produjo una salvaje persecución de los bolcheviques: centenares de ellos, entre los cuales se encontraban Trotsky, Kollontái y Kámenev, fueron encarcelados; Lenin y Zinóviev tuvieron que ocultarse para no ser detenidos; los periódicos bolcheviques fueron cerrados. Los provocadores y los reaccionarios hicieron correr el rumor de que los bolcheviques eran agentes de los alemanes, y gente de todo el mundo llegó a creérselo.

Sin embargo, el Gobierno Provisional fue incapaz de corroborar estas acusaciones; los documentos que pretendían demostrar la existencia de un complot alemán resultaron falsos y los bolcheviques fueron puestos en libertad uno tras otro sin comparecer ante los tribunales, con una fianza nominal o sin ella, de modo que solo quedaron recluidas seis personas. La impotencia e indecisión del Gobierno Provisional, cuya composición cambiaba sin cesar, era demasiado evidente para todos. Los bolcheviques proclamaron de nuevo la tan querida consigna de las masas:

“¡Todo el poder a los sóviets!”, y no se limitaron a guiarse por los intereses de su propio partido, ya que en aquel momento la mayoría de los sóviets era de corte socialista “moderado”, sus enemigos mortales.

Lo que resultó más potente fue que adoptaron los deseos más simples e inmediatos de los obreros, soldados y campesinos, y estructuraron su programa en base a ellos. Mientras los mencheviques defensistas y los social-revolucionarios llegaban a acuerdos con la burguesía, los bolcheviques se ganaron rápidamente a las masas. En julio fueron perseguidos y despreciados; en septiembre, los obreros de la capital, los marinos de la Flota del Báltico y los soldados habían abrazado ya su causa casi por completo. Las elecciones municipales de septiembre en las grandes ciudades fueron reveladoras: solo un 18 % de los elegidos eran mencheviques y social-revolucionarios frente al 70 % en junio…

Existía un fenómeno inexplicable que intrigaba al observador extranjero: el Comité Ejecutivo Central de los Sóviets, los comités centrales del Ejército y la Marina y los comités centrales de varios sindicatos –especialmente los de los trabajadores ferroviarios y de Correos y Telégrafos– eran francamente hostiles a los bolcheviques. Todos estos comités centrales habían sido elegidos a mediados del verano e incluso antes, cuando los mencheviques y los eseristas contaban con un enorme número de partidarios, y ahora, en cambio, demoraban y torpedeaban las nuevas elecciones por todos los medios. Por ejemplo, según el estatuto de los Sóviets de Diputados de Obreros y Soldados, el Congreso de toda Rusia debía celebrarse en septiembre, pero el comité ejecutivo central (cec) no quería convocarlo, alegando que faltaban dos meses nada más para la apertura de la Asamblea Constituyente y, para entonces, como insinuaban, los sóviets tendrían que abdicar. Mientras tanto, en todo el país los bolcheviques conquistaban un sóviet local tras otro, así como las secciones de los sindicatos, y su influencia iba fortaleciéndose en las filas de los soldados y marinos. Los sóviets campesinos seguían siendo conservadores, ya que en los distritos rurales atrasados la conciencia política se desarrollaba lentamente y el Partido Social-Revolucionario había sembrando agitación entre los campesinos durante toda una generación… Pero incluso entre los campesinos comenzó a formarse un núcleo revolucionario. Esto se hizo patente en octubre, cuando se escindió el ala izquierda de los social-revolucionarios y se formó una nueva tendencia política: el partido de los social-revolucionarios de izquierda.

Al mismo tiempo, empezaron a dejarse sentir en todas partes síntomas de la reanimación de las fuerzas reaccionarias. Por ejemplo, en el Teatro Troitsky de Petrogrado, la representación de la comedia Los pecados del zar fue interrumpida por un grupo de monárquicos que amenazaban con linchar a los actores por «el ultraje al emperador». Determinados periódicos comenzaron a suspirar por el “Napoleón ruso”. En los medios de la intelectualidad burguesa nació la costumbre de llamar al Sóviet de Diputados de Obreros “sóviet de diputados perros”.

El 15 de octubre tuve una conversación con un gran capitalista ruso, Stepan Gueorgevich Lianozov, “el Rockefeller ruso”, kadete por sus convicciones políticas.

La Revolución –dijo– es una enfermedad. Tarde o temprano las potencias extranjeras tendrán que intervenir en nuestros asuntos como intervienen los médicos para curar a un niño enfermo y ponerlo en pie. Claro, esto sería más o menos impropio, pero todas las naciones deben comprender hasta qué punto son peligrosos para sus propios países el bolchevismo e ideas tan contagiosas como la «dictadura del proletariado» y la «revolución social mundial»… Por otro lado, es probable que no sea necesaria tal intervención. El transporte se ha venido abajo, se cierran las fábricas y los alemanes avanzan. Tal vez el hambre y la derrota despierten el sentido común en el pueblo ruso…

Kianozov afirmaba con énfasis que los comerciantes e industriales no podían tolerar de ningún modo la existencia de los comités de empresa ni resignarse con cualquier participación de los obreros en la dirección de la industria.

En lo que a los bolcheviques se refiere, habrá que deshacerse de ellos por uno de los dos métodos. El Gobierno puede evacuar Petrogrado, declarando entonces el estado de sitio y el comandante militar de la circunscripción se ocupará de estos señores prescindiendo de formalidades legales… O si, por ejemplo, la Asamblea Constituyente manifestase, tendencias utópicas, podría ser disuelta por la fuerza de las armas…

Se acercaba el invierno, el terrible invierno ruso. En los círculos industriales y comerciales me decían: «El invierno fue siempre el mejor amigo de Rusia; tal vez ahora nos libre de la revolución». En las frías trincheras, los desdichados ejércitos sufrían hambre y morían sin ningún entusiasmo. Los ferrocarriles se paralizaban, escaseaban los víveres los víveres y se cerraban las fábricas. Las masas desesperadas gritaban bien alto que la burguesía atentaba contra la vida del pueblo y provocaba la derrota en el frente. Riga fue entregada inmediatamente después de que el general Kornílov declarase públicamente: «¿No deberemos sacrificar Riga para restituir el sentido del deber de nuestro país?».

A los estadounidenses les habría parecido increíble que la lucha de clases pudiera alcanzar tal punto. Pero yo personalmente tropecé en el Frente Norte con oficiales que preferían la derrota militar a la colaboración con los comités de soldados. El secretario de la sección de Petrogrado del Partido Kadete me decía que la ruina económica formaba parte de una campaña de descrédito de la Revolución. Un diplomático aliado, cuyo nombre prometí no revelar, lo confirmó a partir de sus propios datos. Conozco varias minas de carbón cerca de Járkov que fueron incendiadas o anegadas por los propietarios, fábricas textiles moscovitas donde los ingenieros abandonaron el trabajo e inutilizaron las máquinas, oficiales de ferrocarriles capturados por los obreros en el momento en que estropeaban las locomotoras…


Una parte considerable de las clases pudientes prefería los alemanes a la Revolución –e incluso al Gobierno Provisional– y no vacilaba en decirlo. Vivía en casa de una familia rusa y el tema casi constante de las conversaciones en torno a la mesa era la llegada de los alemanes, portadores de «la legalidad y el orden». Una vez tuve que pasar la tarde en casa de un comerciante moscovita; mientras tomábamos el té, preguntamos a las once personas sentadas a la mesa a quién preferían: «a Guillermo o a los bolcheviques». La proporción fue de diez contra uno a favor de Guillermo…

Los especuladores se aprovechaban de la ruina general, amasaban fabulosas fortunas y las dilapidaban en fantásticas bacanales o corrompiendo a los funcionarios del Gobierno. Escondían los víveres y el combustible o los enviaban secretamente a Suecia. Durante los primeros cuatro meses de la Revolución, por ejemplo, se robaba casi abiertamente de la reserva de víveres de los depósitos municipales de Petrogrado, de modo que la provisión de grano para dos años se redujo hasta el punto de no alcanzar para alimentar a la ciudad durante un mes… Según el comunicado oficial del último ministro de Abastecimientos del Gobierno Provisional, el café se compraba en Vladivostok al por mayor a dos rublos la libra y el consumidor lo pagaba en Petrogrado a 13 rublos. En todos los comercios de las grandes ciudades había toneladas enteras de víveres y de ropa, pero solo los ricos podían adquirirlos.

En una ciudad de provincias conocí a una familia de comerciantes formada por especuladores, o marodiori (merodeadores), como los llaman los rusos. Tres hijos se habían librado del servicio militar pagando grandes sumas de dinero. Uno de ellos especulaba con víveres. Otro vendía el oro robado en las minas del Lena a misteriosos compradores de Finlandia. El tercero había adquirido la mayor parte de las acciones de una fábrica de chocolates y vendía el chocolate a las cooperativas locales a condición de que estas lo proveyeran de todo lo necesario. De este modo, mientras el pueblo recibía un cuarto de libra de pan negro al día por su cartilla de racionamiento, él tenía en abundancia pan blanco, azúcar, té, caramelos, galletas y mantequilla… Y, sin embargo, cuando los soldados en el frente no podían pelear más debido al frío, al hambre y a la extenuación, los componentes de esta familia clamaban indignados: “¡Cobardes!” y “se avergonzaban de ser rusos”. Para ellos, los bolcheviques, que acabaron por descubrir y requisar las grandes reservas de comestibles que ellos habían ocultado, eran meros “saqueadores”.

Bajo toda esta podredumbre externa conspiraban secreta y muy activamente las tenebrosas fuerzas del antiguo régimen, que no habían cambiado desde la caída de Nicolás II. Los agentes de la famosa Ojranka seguían actuando a favor y en contra del zar, a favor y en contra de Kérenski y, básicamente, a favor de cualquiera que les pagase… Organizaciones clandestinas de toda especie actuaban en la sombra, como, por ejemplo, las Centurias Negras, que trataban de restaurar la reacción de una u otra forma.

En este ambiente de corrupción general y de monstruosas verdades a medias, solo una nota se dejaba oír día tras día, el sonido del creciente coro de los bolcheviques: “¡Todo el poder para los sóviets! Todo el poder para los verdaderos representantes de millones de obreros, soldados y campesinos. Pan, tierra, fin de la insensata guerra, fin de la diplomacia secreta, de la especulación, de la traición… ¡La Revolución está en peligro y con ella la causa general del pueblo en todo mundo!”.

La lucha entre el proletariado y la burguesía, entre los sóviets y el Gobierno, iniciada ya en los primeros días de marzo, se acercaba a su apogeo. Rusia, que había salvado en un salto la distancia entre el Medievo y el siglo xx, ofrecía a un mundo asombrado dos revoluciones políticas y sociales en mortal combate.

¡Qué sorprendente vitalidad revelaba la Revolución rusa después de tantos meses de hambre y desilusiones! La burguesía tenía que haber conocido mejor su Rusia. Ahora muy pocos días separaban a Rusia del pleno desarrollo de la «enfermedad» revolucionaria…

Lanzando una mirada retrospectiva, antes de la Insurrección de Noviembre Rusia parece un país de otro siglo, casi increíblemente conservador. Hubo que adaptarse muy rápido al nuevo ritmo acelerado de la vida. Las relaciones políticas rusas se desplazaron inmediata y totalmente a la izquierda hasta el punto de que los kadetes fueron puestos al margen de la ley como «enemigos del pueblo», Kérenksi se convirtió en «contrarrevolucionario», los líderes socialistas «moderados» Tsereteli, Dan, Liber, Gots y Avxéntiev resultaron demasiado reaccionarios para sus propios seguidores y hasta hombres como Víktor Chernov y Maxim Gorki se encontraron en el ala derecha…

Aproximadamente a mediados de diciembre de 1917, un grupo de líderes eseristas hizo una visita privada al embajador inglés, Sir George Buchanan, suplicándole que no hablase a nadie de esta visita porque los consideraban «demasiado derechistas».

«¡Hay que ver –dijo Sir George–, hace un año mi Gobierno me dio instrucciones de no recibir a Miliukov porque tenía fama de izquierdista peligroso!».

Septiembre y octubre son los peores meses del año ruso, y lo son particularmente en Petrogrado. Del cielo nublado y gris cae sin cesar y durante todo el día, un día cada vez más corto, una lluvia que cala hasta los huesos. Hay por todas partes un barro espeso, resbaladizo y pegajoso, amasado por pesadas botas y más peligroso que nunca tras el total desmoronamiento de la administración municipal. Desde el golfo de Finlandia sopla un viento cortante y húmedo y una bruma fría envuelve las calles. De noche –por motivos de economía o por miedo a los zepelines– solo permanecen encendidas unas pocas y macilentas farolas; los domicilios particulares solo tienen electricidad de 6 a 12, las velas cuestan unos 40 centavos la unidad y es casi imposible conseguir queroseno. Desde las 3 de la tarde hasta las 10 de la mañana se vive a oscuras. Se dan infinitos casos de atracos y robos. En las casas, los hombres hacen guardias de noche por turnos, armados con escopetas cargadas. Así se vivía bajo el Gobierno Provisional.

Los víveres escasean más cada semana que pasa. La ración de pan se redujo de una libra y media a una libra, luego a tres cuartos de libra, media libra y un cuarto de libra. Al final, llegó una semana en la que no dieron nada de pan. De azúcar correspondían dos libras al mes, pero estas dos libras había que conseguirlas y no era común hacerlo. La tableta de chocolate, o la libra de unos caramelos insulsos, costaba de siete a diez rublos, o sea, un dólar por lo menos. La mitad de los niños de Petrogrado no probaba la leche; en muchos hoteles y casas particulares no la veían durante meses enteros. Aunque era temporada de fruta, las manzanas y peras se vendían en las calles casi a un rublo cada una…

Para conseguir leche, pan, azúcar y tabaco había que hacer largas colas de horas bajo una lluvia constante. Al volver a casa de un mitín que se había prolongado toda la noche, vi cómo, en la puerta de una tienda, había comenzado a formarse una cola, principalmente de mujeres; muchas de ellas llevaban en brazos niños de pecho… Carlyle dice en su Revolución Francesa que los franceses se distinguen de todos los demás pueblos del mundo por su capacidad para permanecer en las colas. Rusia comenzó a adquirir esta capacidad bajo el reinado de Nicolás el Bienaventurado, ya en 1915, y desde entonces las colas aparecieron de forma intermitente hasta que en el verano de 1917 se convirtieron en la cosa más natural. ¡Imaginad lo que suponía para aquellas personas vestidas de cualquier manera quedarse paradas días enteros en las calles de Petrogrado, endurecidas y blanqueadas por la helada del terrible invierno ruso! Yo escuchaba las conversaciones en las colas del pan. De entre la sorprendente bondad de la gente rusa surgían de vez en cuando amargas notas de descontento…

Por supuesto, los teatros estaban abiertos todas las noches, incluyendo los domingos. Karsávina actuaba en un nuevo ballet en el Mariinski y todos los rusos amantes de la danza acudían a verla. Shaliapin cantaba. En el Alexandrinsky, Meyerhold había reestrenado el drama de Alekséi Tolstoi La muerte de Iván el Terrible. Y de este espectáculo recuerdo especialmente a un cadete del Cuerpo de Pajes Imperiales con uniforme de gala que, en todos los entreactos, permanecía de pie de cara al palco imperial vacío, del cual habían arrancado ya todas las águilas. El Teatro Krivoe Zerkals (Espejo Torcido) presentaba una suntuosa versión de Reigen, de Schnitzler.
El Hermitage y todas las demás galerías de pintura habían sido evacuadas a Moscú; pero en Petrogrado seguían celebrándose exposiciones de arte todas las semanas. Multitudes de mujeres de los medios intelectuales frecuentaban asiduamente las conferencias de arte, literatura y ensayos filosóficos. Los teósofos disfrutaron de una temporada particularmente animada. El Ejército de Salvación, admitido en Rusia por primera vez en la historia, fijaba en todas las paredes anuncios de reuniones evangélicas que pasmaban y divertían al mismo tiempo al público ruso…

Como suele suceder en estos casos, la pequeña vida cotidiana de la ciudad seguía su curso, esforzándose todo lo posible por ignorar la Revolución. Los poetas escribían versos, pero no sobre la Revolución. Los pintores realistas pintaban escenas de la historia medieval rusa, de cualquier cosa excepto de la Revolución. Las señoritas provincianas llegaban a Petrogrado a estudiar francés y canto. Por los pasillos y vestíbulos de los hoteles se paseaban jóvenes oficiales, elegantes y alegres, presumiendo de sus bashliki (capucha) escarlatas con ribetes dorados y de sus elaborados sables caucásicos. Al mediodía, las damas de los funcionarios de segundo orden alternaban tomando el té, y llevaban en sus manguitos un pequeño azucarero de plata, de oro o adornado con joyas y medio panecillo; estas damas soñaban en voz alta con el regreso del zar, con la llegada de los alemanes o con cualquier otra cosa que pudiese resolver el acuciante problema de los siervos… Una vez, la hija de un conocido mío volvió al mediodía a su casa presa de un ataque de histeria porque ¡la cobradora del tranvía la había llamado «camarada»!

A su alrededor, toda Rusia intentaba dar a luz un mundo nuevo. Los siervos, tratados antes como bestias y con unos salarios míseros, comenzaban a adquirir cierta independencia. Un par de zapatos costaban más de cien rublos y, como el sueldo medio no pasaba de treinta y cinco rublos al mes, las criadas se negaban a estar en las colas y gastar su calzado. Pero eso no era todo. En la nueva Rusia, todos –tanto hombres como mujeres– tenían derecho a voto; surgieron periódicos obreros que hablaban de cosas novedosas y sorprendentes; aparecieron los sóviets y los sindicatos. Hasta los izvoshtchiki (cocheros) tenían su sindicato y su representante en el Sóviet de Petrogrado. Los criados y camareros se organizaron y renunciaron a las propinas. En todos los restaurantes había carteles que decían: «Aquí no se admiten propinas» o «Si un trabajador tiene que servir la mesa para ganarse el pan, eso no es motivo para que se lo ofenda con la limosna de una propina».

En el frente, los soldados libraban su propia batalla contra sus oficiales y aprendieron a autogobernarse mediante sus comités. En las fábricas, los comités de empresa, organizaciones intrínsecamente rusas, adquirían experiencia y fuerza y comprendían su misión histórica en la lucha contra el viejo orden. Toda Rusia aprendía a leer y, efectivamente, leía libros de política, de economía o de historia; la gente leía porque quería saber… En todas las ciudades, en la mayoría de los municipios y en el frente, cada facción política publicaba su propio periódico, y a veces varios. Miles de organizaciones imprimían centenares de miles de folletos políticos, inundando con ellos las trincheras y las aldeas, las fábricas y las calles de las ciudades. La sed de educación, reprimida durante tanto tiempo, se abrió paso al mismo tiempo que la Revolución con una fuerza espontánea. Durante los primeros seis meses de la Revolución, se enviaban cada día del Instituto Smolny toneladas, camiones y trenes llenos de publicaciones dirigidas a todos los confines del país. Rusia absorbía la sustancia de aquel material con la misma insaciabilidad con que la arena seca absorbe el agua. Y no se trataba de fábulas, no era historia falsificada ni diluida por la religión, no era ficción barata y corruptora, sino teorías sociales y económicas, filosofía, obras de Tolstoi, Gógol y Gorki…

Luego se conquistó la palabra. Rusia se vio inundada de semejante torrente de discursos que, en comparación, «la avalancha de locuacidad francesa» de la que habla Carlyle se queda en un riachuelo. Conferencias, debates, discursos en los teatros, circos, escuelas, clubs, salas de reuniones, sóviets, locales sindicales, cuarteles… Mitines en las trincheras del frente, en las plazas de las aldeas, en los patios de las fábricas. ¡Qué asombroso espectáculo ofrece la fábrica Putílov cuando de sus muros sale un compacto torrente de cuarenta mil obreros para oír a los socialdemócratas, eseristas, anarquistas, a quien sea, hablar de lo que sea, el tiempo que dure! Durante meses enteros, todas las esquinas de Petrogrado y de otras ciudades rusas se convirtieron en tribunas públicas constantes. Surgían debates y mitines espontáneos en los trenes, en los tranvías, en todas partes…


Y los congresos y conferencias de toda Rusia a los que acudían personas de los dos continentes: congresos de los sóviets, de las cooperativas, de los zemstvos,de las nacionalidades, del clero, de los campesinos, de los partidos políticos; la Conferencia Democrática, la Conferencia de Estado de Moscú, el Consejo de la República Rusa… En Petrogrado se celebraban de forma constante tres o cuatro congresos a la vez. Las tentativas de limitar el tiempo de los oradores fracasaban estrepitosamente en todos los mitines y gozaban de la plena posibilidad de expresar todos sus sentimientos e ideas…

Viajamos al frente del XII Ejército, cerca de Riga, donde los hombres descalzos y extenuados se morían de hambre y de enfermedades entre la inmundicia de las trincheras. Al vernos, se levantaron a nuestro encuentro. Tenían los rostros demacrados; a través de los agujeros de la ropa azuleaban las carnes y la primera pregunta fue: «¿Han traído algo para leer?».


Los síntomas externos y visibles del cambio eran numerosos, pero aunque en las manos de la estatua de Catalina la Grande, frente al Teatro Alexandrinski, había una bandera roja, aunque en todos los edificios públicos también ondeaban banderas rojas, a veces desteñidas, y los escudos y águilas imperiales habían sido arrancados o tapados en todas partes, aunque en vez de custodiar las calles la feroz gorodovoi (la policía urbana) ahora lo hacía una milicia civil bondadosa y desarmada, todavía pervivían muchos anacronismos extraños.

Por ejemplo, la Tabel o Rangov –tabla de rangos– que Pedro el Grande había impuesto a toda Rusia con mano férrea conservaba todo su vigor. Casi todo el mundo, comenzando por los escolares, seguía llevando el uniforme antiguo con las águilas imperiales en los botones y en el cuello. A eso de las cinco de la tarde las calles se llenaban de hombres de edad con uniforme y portafolios. Al volver a casa de su trabajo en los enormes ministerios que parecían cuarteles y en otras instituciones oficiales, tal vez calculaban la rapidez con la que la mortalidad entre los jefes los acercaba al ansiado rango de asesor colegiado o de consejero privado, con la perspectiva de una jubilación digna con pensión completa y, quizá, con la Orden de Santa Ana al cuello…

Al senador Sokolov le sucedió algo curioso cuando, en plena Revolución, se presentó un día de paisano en la reunión del Senado. ¡No le permitieron tomar parte en la reunión porque no llevaba la librea obligatoria como parte del servicio del zar!

Ante este panorama de efervescencia y disgregación de la nación entera se desarrolló el levantamiento de las masas populares rusas…

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De ANFIBIA, 10/2017 

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