Wednesday, December 6, 2017

Stalin no era Sergio Ramos

XAVIER COLÁS

Este mes Ucrania ha abrazado las radicalidades. La antirrusa, prohibiendo el cine ruso. Y la radicalización de la supuesta corrección política: prohibiendo los símbolos del nazismo y también del comunismo. La Rada, el Parlamento, es una jaula de grillos, hay matones de ambos bandos acosando al Gobierno en las mismísimas calles de Kiev. Me dicen que huele a Maidán otra vez, pero ahora las fuerzas son dispersas. El descontento es contradictorio, pero el hastío es general. 

El consuelo que les queda a los insensatos del lugar es que en Moscú se han tirado de los pelos con su última trastada.

El gobierno ruso había copiado la costumbre estadounidense de dar una lección de democracia cada ocho horas. Cualquier rueda de prensa del ministro ruso de Asuntos Exteriores, Serguéi Lavrov, acaba con el mismo 'jingle' de antifascista del siglo XXI.

Pues zas, toma dos tazas de borsh. Llega el Parlamento de Ucrania, y adopta una ley que proscribe los símbolos nazis en el país. Pero también la hoz y el martillo. Y claro, se escuchan gritos en la élite rusa, aparentemente más contrariada cuando ven caer una estatua de Lenin que si les hubiesen destrozado el BMW. Lo que en España llamamos "postureo". 

A nadie le sorprenderá que los mismos que habían fingido arcadas por el supuesto "derrumbe de la democracia en Ucrania" ahora se den golpes en el pecho clamando contra la proscripción de unas enseñas, las soviéticas, que interrumpieron o aplastaron la democracia en Europa Central desde la Segunda Guerra Mundial.

No he podido evitar acordarme del polémico libro Koba el Temible. La risa y los Veinte Millones, que aborda la tolerancia de los intelectuales occidentales ante el estalinismo. Stalin dijo que una muerte era un hecho trágico, pero que la muerte de un millón era simple estadística. Koba el Temible es una refutación del aforismo de Stalin. Y denuncia un importante punto débil del pensamiento del siglo XX. 

Nos estremecemos ante estas palabras: Dachau, Buchenwald o Auschwitz. Sin embargo, nombres como Slovki, Vorkutá o Kolymá no nos dicen gran cosa. Seguramente porque la mayor parte de los intelectuales europeos y norteamericanos no quisieron señalar las salvajadas soviéticas. Al fin y al cabo, habíamos ganado la guerra mundial.

Pero cada vez que destapas el tarro de los productos históricos del estalinismo el hedor no se puede disimular. En Kiev han fingido ahora haber recuperado el sentido del olfato, finísimo además. "La normativa está orientada a condenar los regímenes totalitarios, prohibir la negación pública del carácter criminal de estas ideologías y proscribir el uso de sus símbolos", remarca una nota oficial sobre la ley.

El comunismo es una fuerza extraparlamentaria en Ucrania. Y los partidos de ultraderecha, diga lo que diga la propaganda rusa y sus envenenados, quedaron marginados en las últimas elecciones legislativas. Así que la medida es un puñetazo en la mesa que difícilmente traerá nada bueno. 

Todo esto nos pone delante de la vieja disyuntiva del fundamentalismo democrático: si cualquier cosa aprobada por la mayoría es democrática. La iniciativa legislativa, respaldada con 254 votos, mucho más de los 226 necesarios, establece también que el incumplimiento de la ley conlleva la ilegalización de partidos políticos y de medios de comunicación. Me suena a noche de los cristales rotos. ¿Es la democracia un valor o es sólo un sistema deliberativo que puede parir cualquier cosa?

Muchos condenarán los propósitos de Ucrania de equiparar el nazismo y el comunismo. En realidad, prohibir los símbolos es una mala idea. Porque en ocasiones nos aboca a proscribir banderas rojas que, por ejemplo en el caso español y en parte gracias el eurocomunismo del bueno de Santiago Carrillo, ya no significan lo mismo. No creo que haya que prohibir los símbolos, por repugnante que sea la parafernalia nazi. Lo que no se puede ser es blando con su cantinela totalitaria, perdonar el encogimiento de hombros ante hechos históricos probados que le señalan. Si la ultra Marine Le Pen ahora ha "matado al padre" porque quitó importancia a las cámaras de gas, podríamos nosotros tomarnos la molestia de desenmascarar a los que nos hablan de la libertad en Cuba, de la democracia soviética o del progreso en Corea del Norte. Prohibir los símbolos, además, favorece la selectiva caza de brujas y nos impide usarlos para reírnos de la torpe propaganda soviética y de cuánto se parecía de joven Stalin a Sergio Ramos. 

El auge de Podemos, un partido muy respetable en algunos aspectos, ha provocado como daño colateral esa basura argumental de 'grupie' rojo, el admirador del comunismo siempre y cuando lo sufran los demás mientras en su país se queja de que no le dejan bajarse pelis. La charanga bolivariana nos salpica en las pantallas aprovechando que estamos adormecidos por el 'tardomarianismo'. Un libro de historia es bueno para calzar el sofá si está cojo, pero además de para leerlo algún día habrá que metérselo por el culo a algún tertuliano friki que aprovecha que estamos hartos de que echen a la gente de sus casas para intentar convencernos de que la tierra no es redonda, que no te puedes duchar con la regla o que el comunismo es libertad a chorros. 

Los historiadores siempre tuvieron a mano las cifras negras de la utopía roja. Pero no supieron o no quisieron ponerle nombre como al Holocausto. Para los años más duros del comunismo algunos rusos usan una palabra: "Stalinschina". Si lo gritas en alto en un bar de Malasaña o Brooklyn lo más seguro es que te pongan un vodka. Nadie sabe lo que es. Porque a nadie le interesaba. 

¿En qué estábamos pensando? Es lo que se pregunta Martin Amis.

En 1931 había protestas públicas en Occidente contra los campos de trabajo soviéticos. También había informes convincentes sobre el violento caos de la colectivización y sobre el hambre de 1933 (...) Y los procesos de Moscú de 1936 a 1938 se celebraron delante de periodistas e informadores extranjeros y los pudo seguir todo el mundo. 'Los Veinte Millones' no tendrán nunca la dignidad fúnebre del Holocausto

Cuando el libro fue publicado en 2002, Fernando Palmero escribió en este periódico que resultaba curioso que un libro que se limita a comentar parte del material ya publicado sobre la contribución sangrienta que ha significado el comunismo en la historia de la humanidad hubiese generado tantas controversias ideológicas.

Las polémicas de salón sirven para volver la cara hacia lo que importa. Hasta la fecha a Kiev no le ha importado que algunos paramilitares subvencionados en el bando ucraniano luciesen esvásticas. Ahora los diputados ucranianos, ahogándose en su deuda y los daños colaterales de su mal llamada 'operación antiterrorista' en el este, se entregan a un juego que equivale a ilegalizar el cáncer. Sin darse cuenta de que lo que hay que hacer es paliar sus síntomas y sobre todo combatir los elementos -y elementas- que lo causan. 

_____
De PUTINISTÁN (blog del autor en EL MUNDO), 10/04/2015 

No comments:

Post a Comment