Monday, February 19, 2018

El hada verde, un mito siempre brillante


MAURIZIO BAGATIN

“El agua es un veneno terrible… Una sola gota puede enturbiar un licor tan luminoso como el ajenjo”    - Alfred Jarry -

Las leyendas, decía Jean Cocteau, son aquellas mentiras que el tiempo logra transformar en historia… el poeta se abandonaba a su droga preferida, en la sala al fondo del Café Procope en París, en una soledad de sátiro moribundo, como un objeto obsoleto, los ojos orientales fijos en la nada - como los dos parroquianos de Degas, en un imaginario parentesco entre ausencia y ajenjo -, ante el eterno vaso de absenta. El final del siglo XIX y el inicio del siglo XX fueron su mítica residencia, fue el esprit de la París de La Belle Époque, estamos hablando de la Fée verte, el ajenjo, l’absinthe, el veneno ultra poderoso según Flaubert, del mayor azote social según Zola… este legendario - entre demonio y santidad - destilado de 68º es parte ineludible de todos los movimientos artísticos y de la bohemia de fin de siècle.

Silverio Corvisieri en su Badernão, narra la historia de Maria Baderna, estrella del Teatro alla Scala de Milán, muerta joven - como siempre han deseado los dioses - probablemente por el excesivo consumo de ajenjo… restada a un público de las pietas de algún admirador adinerado para ocultar los efectos nocivos de esa droga.

Tuvo mucha historia, aun antes de la leyenda, la tujona - la sustancia química que es el agente clave del licor - acompaña a Sócrates, en la fatal mezcla que lo llevará a la muerte: de ajenjo, datura, beleño, acónito, eléboro y cicuta está compuesta la decocción que le sirven ceremoniosamente sus acusadores; hasta nuestras abuelas sabían preparar, como curanderas a veces y como envenenadoras otras, mejunjes - paradisiacos o infernales - similares. Como un efecto placebo o un remedio homeopático, el Mitridatismo - del nombre de Mitrídates VI, rey de Ponto - es la tentación del poeta, la fuga del pintor, el escape del obrero, la efímera euforia del bohemio… un Shakespeare erótico y un Montale deprimido la toman y sobresalen, en la cama y con la pluma. 

Llegó a ser una droga fabulosa, ligando su propio destino a uno de los momentos más sobresaliente de la cultura del ‘800, de manera muy particular cuando en plena época victoriana, su historia se entrelaza con el nacimiento de una de las primeras culturas críticas de la ética capitalista entonces dominadora.

Encantadora y fatal, maravillosa y devastadora, pasaron a través de ella un grupo absolutamente bien escogido de artistas: el dandy Oscar Wilde y el maudit Arthur Rimbaud, el suicidado por la sociedad Van Gogh y el perdido Hemingway; sedujo y fulguró a Baudelaire, Poe, Strindberg, Toulouse-Latrec (que la introduce en su bastón y la toma antes de entrar en un cabaret…), London, Picasso, Artaud, Degas, Daudet, de Musset, Modigliani, Verlaine que la bautizó en sus Confessions de atroz bruja… y hasta el canalla de Al Capone; el doctor Ordinaire vende la receta a Dubied (juego bizarro de la onomástica…) y el yerno de este último inaugura la primera destilería: añadiéndole anís, hinojo, una moderada cantidad de angélica, ginebra y nuez moscada industrializa el destilado de Artemisia absinthium, y en el 1805 instala la Pernod-Fils Absinthe en Pontarlier. La filoxera, que devastó los viñedos franceses en aquellos años, ayudó su presurosa difusión.

La bautizaron como pudieron y sobre todo, como quisieron: Nuestra Señora del olvido, wormwood en inglés, Fée verte (amablemente) y Péril vert (sospechosamente) entre los artistas, wermuth en alemán, hierba santa entre románticos decadentes, en Italia simplemente vermuth, en ruso - perfidia filológica - chernobyl… el verde transparente se vuelve turbio cuando se le añade agua. Este efecto, llamado el louche, es el distintivo del ajenjo genuino.

En la Rue du Mont Thabor, casi un pasaje parisino olvidado entre modernité baudelariana y petit bourgeois d’autre fois, había un Pub irlandés, a principios de los noventa (del siglo pasado), adonde me iba a tomar unas Guinness y desde sus ventanas mirar el andar inquieto de chicas neuróticas y de familias burguesas que volvían de un cine, de un restaurant o de teatro, todas con el mismísimo enmascarable desasosiego del presente y el ya escrito aburrimiento del mañana… cuando mis endorfinas estaban muy por el suelo me hacía servir un vaso de ajenjo… su ritual más mágico que la hostia al altar, y sus alucinantes efectos me devolvían la imagen de la femme fatale parisina, la de la jungle, que vivía al frente, su madre al teléfono me sugería siempre dejarla, no seguirla, con ella no hubiera logrado nunca nada, ella no me habría hecho nunca feliz… luego me encaminaba, como un antropólogo en el asfalto, feliz hasta la Rue de l'Ancienne-Comédie, en una trasversal del Boulevard Saint-Germain, ahí desde el Café Procope los fantasmas de Voltaire y de Rousseau siguen sus habituales contertulias… la actriz Ellen André y el pintor Marcellin Desboutin siguen sentados y ausentes en el mismo lugar adonde Degas los dejó… mi única coherencia era con mi inquietud.                                                                                                                     

Ciudadano de Mitridates, sorbamos un vaso de ajenjo.
Febrero 2018

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Imagen: Pablo Picasso/Retrato de Ángel Fernández de Soto (El bebedor de absenta)







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