Thursday, February 1, 2018

No tengo nada que decir

CARLOS BATTAGLINI

Llevo unos veinte minutos en frente de la pantalla sin saber qué decir. El polvo en suspensión se expande en mi habitación como un big bang doméstico, troceado en partículas informes que acaban pegándose al teclado, a la letra S, a la letra O, a la letra Y de esperanza, a la letra A de ahora.

Lo confieso. Aun no sé de lo que escribiré hoy. Sospecho que es de esos días en los que el teclado es hielo. Polo Sur. Escribo acaso azuzado por esa sentencia de Augusto Monterroso que proclamaba que el escritor debía de escribir siempre. No sé, Augusto. No sé si el escritor debe de escribir siempre (es tan fácil ser un pesado), pero creo que si algún día, alguna semana deja de hacerlo, tal vez se acomode, se acostumbre a no presionar las teclas y por ende aparque en batería el hábito: esa costumbre tan complicada.

Veamos. No hay que ser tan listo para saber que muchos escritores, muchísimos se dedican a rellenar columnas todas las semanas, todos los días, más que a escribirlas.

Y es que la dictadura del paso de los minutos nos trae sin falta un día y después otro, con algunos regalos sí como el fin de semana pero también alzando ese látigo infalible que recuerda al escribiente la obligación de enviar un artículo a un determinado medio. Entonces deviene un cóctel compuesto de obligación y pereza que acaban destilando un líquido un tanto insípido del que ya conocemos de sobra su sabor porque lo hemos probado en infinidad de ocasiones, ergo hemos leído lo mismo ya muchas veces. Porque cada escritor tiene sus temitas, tal vez no más de siete u ocho (cifra nada desdeñable) y alrededor de ellas circula toda la vida. Como suena esa frase, ¿eh? Toda la vida…

Es verdad.

Con los blogs ocurre a veces lo mismo. Hay semanas en los que el asunto a tratar está claro porque éste es corcel y asalta tu mente desde el lunes, el jueves, 1994 y cuando te estás duchando con HS escribes el primer párrafo. A la hora de tomarte el zumo de naranja del desayuno sobreviene otro bloque de texto. En el coche repasas la primera parte. Por la tarde, mientras das un paseo en frente de la Isla de Lobos tus sienes siguen telegrafiando ese artículo.

A veces no haces caso. Respira un post, una idea que ronda tu cabellera durante meses pero tú no lo escribes por cualquier sinrazón.

Por ejemplo, hace tiempo que quiero escribir un artículo titulado algo así como “en el mundo blanco todos tienen cara de culo” pero lo sigo postergando.

Con todo, algunos asuntos, algunos artículos son algo así como obsesivos compulsivos, como Fischer como Botvinnik y martillean a diario la masa gris (¿o era violeta?) hasta que las falanges escupen en el teclado el puto artículo. Otras veces como digo, uno no sabe muy bien qué decir, pero dice. Siempre dice. Como esa frase tonta en Facebook o en Twitter, cuyo trasfondo solo indica, “hey, estoy aquí, no me olvidéis. Por favor”.

Se escribe mucho hoy en día. A pesar de que nos quejemos siempre de las carencias del sistema educativo español (los alemanes, los suecos o los canadienses siempre serán mejores, se haga lo que se haga aquí) lo cierto es que la alfabetización general de un país como es el caso del reino español arroja miles, millones de “escritores” a cada paso. Escucha: a esto le unimos el acceso también masivo a las redes sociales y tenemos a millones de escritores en potencia. La finca que tenía demasiada uva.

Pero vale, sabemos que no es tan fácil. Sabemos (no todos) que el oficio ¿o profesión? de la escritura es un ¿arte? ¿trabajo? ¿coñazo? de largo recorrido, toda una carrera de fondo aunque la imagen burguesa de un tipo arrellanado en un sillón de cuero dándole a las teclas plácidamente sugiera un disfrute y un confort que en realidad es efímero.

Sí, sabemos que la literatura se hace valer de una guadaña de nombre tiempo que corta la cabeza a todos excepto a unos pocos que sobreviven cada siglo. Uno o dos poetas, tres o cuatro novelistas… No obstante, esto no es óbice para que los vivos se manifiesten en vida (como su propio nombre no indica) aun a sabiendas (o no) de que el tiempo nunca ha derramado una lágrima, tan solo lo han visto dicen, besarse con la calidad inmarcesible.

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De LAS PALMERAS MIENTEN (blog del autor), 30/01/2018



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